Una vez que se accede a un nuevo nivel de comprensión de la realidad la dificultad de transmitir el mismo consiste, justamente, en que se trata de algo nuevo. Lo que conocemos como resistencia al cambio, o miedo al cambio, no es otra cosa que el resultado de un sistema educativo que no considera la posibilidad de nuevos o diferentes puntos de vista sobre una misma problemática como una situación corriente. Nuestro aprendizaje se trata de la internalización de ciertas premisas más o menos lógicas sobre las cuales se descarta cualquier equívoco, o siquiera alguna revisión.
Una nueva manera de ver las cosas implica abrirse camino entre un conjunto de visiones antiguas o, por lo menos, anteriores, haciéndose necesario para ello el empleo de un vocabulario que se adecue y que facilite las transiciones del caso. En este orden, el empleo de neologismos va más allá de ponerle un nombre a un animal o a un vegetal recién descubierto, sino que implica una tremenda capacidad de síntesis argumental. También aquí, en las palabras a las que Jung dio vida, puede encontrarse ese punto en donde la técnica se roza con el arte, evidenciando cuánto estudiaba lo ya sabido, y cuánto agregaba él.
Innovar implica siempre un riesgo que, para ser asumido, debe estar respaldado por una cuota de fidelidad de uno mismo hacia uno mismo. Esto es, en una posición en donde es la propia integridad la que está en juego no existe una segunda persona que pueda avalar o desvirtuar el criterio asumido; uno está completamente solo. Es por esto que la ruptura de Jung con Freud fue tan terrible, porque la misma significó y simbolizó el quiebre entre el aferrarse a una forma limitada de concebir la realidad y el adquirir una manera ilimitada de acercarse a cualquier manifestación de vida.
Desde esa seguridad a la que se llega no por repetición de conceptos ajenos, sino por experimentación del propio autoanálisis, con todo lo aterrador que ello implica, es que Jung fue capaz de adoptar posturas impensables para su época, como la admisión de la existencia del alma, y de la religión como algo inherente al ser humano. Es cierto que Jung no corría el riesgo de ser quemado en una hoguera por su línea de pensamiento, pero estaba tan a la vanguardia, resultaba tan visionario, que no podía ser más exacto el tratamiento de su escuela como de un nuevo testamento.
Es fundamental destacar la laboriosidad intelectual de Jung, y entender así que ninguna de las conclusiones a las que arribó, que ninguno de los tratamientos que llegó a implementar con cualquier paciente implicó algún tipo de revelación ajena al trabajo investigativo. La erudición, tomándolo como ejemplo, ni fue ni es un fin per se, sino simplemente una herramienta necesaria para quienes carecen de ese toque místico que algunos privilegiados tienen para acceder a ciertos niveles de comprensión del ser humano. Y de algún modo demuestra, también, cuánto nos hemos autocensurado, cuánto hemos cedido a la pereza a la hora de investigar.
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