Al seguir las cuentas de Twitter de algunos presidentes y, basándose en lo que publican, uno creería que el país que gobiernan anda de maravillas, sin pobres, sin delincuencia y, por supuesto, sin corrupción. Inauguran un edificio esplendoroso, mantienen una muy exitosa reunión con algún sector empresarial, recuerdan que un día como hoy, pero de tal año, se cometía tal injusticia contra el pueblo (sí, también son historiadores), y lo más importante, subrayan cómo, a diferencia del gobierno anterior y de lo que haría la oposición, la dirigencia actual no comete tales o cuales errores, y avanza de acierto en acierto.
Después de averiguar «la primera cifra», de lo que hay que enterarse es de cuán involucrados están los políticos de más alto rango en la eficiencia de las instituciones públicas. En este sentido, enfoquémonos en tres aspectos de la realidad en donde, tradicionalmente, los gobiernos se centran: salud, educación y seguridad. Cómo medimos el nivel de involucración, me preguntaréis, y es muy sencillo. El presidente, o los diputados, al igual que sus hijos, al momento de una cirugía, de un tratamiento de dientes, ¿asisten a un hospital público? Sus hijos y sobrinos, ¿van a una escuela pública? Así lo podemos medir.
¿El presidente puede asistir al clásico del fútbol sin escoltas, sin temor a las «barras bravas»? Ahí medís la seguridad. Y aquí hay que recordar que la educación gratuita no existe, como tampoco existe la medicina gratuita. Que el alumno no pague una cuota no quiere decir que el maestro no cobre un sueldo. Que un paciente no pague por una consulta no quiere decir que el médico no cobre un sueldo. Que un ladrón no sea detenido no quiere decir que el policía no cobre un sueldo. ¿Y de dónde sale la plata para pagar esto? Sí, de los impuestos.
La adoctrinación en las escuelas, en donde se generan alumnos que a los 18 años no saben ni buscar, y ni siquiera plantearse cuál es la primera de las cifras a saber en economía, es la responsable, justamente, de que la población, mayoritariamente, crea que existe una medicina gratuita, o que los políticos de turno estén convencidos de que el sistema médico público funciona. Lastimosamente, se invierten 12 o más años, para producir un joven que sabe quién fue Adolf Hitler, quizás, pero que no sabe cuántos policías hay en su país y cuánta plata representan todos esos policías cada año.
Dentro de esta población mayoritaria se incluye a toda la élite periodística al uso que, bien entrenada, jamás marca ninguna pregunta que desnude ese grado de involucración de ningún político en la cuestión de los servicios públicos. Es decir, nadie le pregunta al presidente «¿cuándo fue la última vez que recurrió a los servicios de un hospital público?» O bien, «¿a qué escuela pública van sus hijos?». No, los periodistas sólo siguen el libreto del PIB, de «la derecha», «la izquierda», «la oposición», «el oficialismo», y ahí. Entonces, sin educación crítica y sin prensa independiente, la cosa tira nomás para la oligarquía.
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