Ficha del libro
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Título: Final del juego
Autor: Julio Cortázar
Editorial: Alfaguara
ISBN: 978-607-11-1072-5
Nro. de páginas: 116
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Final del juego
por Silvio Rodríguez Carrillo
«Final del juego» fue publicado por primera vez en 1956 por la editorial Los Presentes, e incluía nueve cuentos: Los venenos, El móvil, La noche boca arriba, Las Ménades, La puerta condenada, Torito, La banda, Axolotl y Final del juego. En su segunda edición, publicado por la Editorial Sudamericana en 1964, se agregaron nueve cuentos más: Continuidad de los parques, No se culpe a nadie, El río, El ídolo de las cícladas, Una flor amarilla, Sobremesa, Los amigos, Relato con un fondo de agua y Después del almuerzo. En 2011, Alfaguara incluyó «Final del juego» en la colección Cuentos completos I:
I
Continuidad de los parques
No se culpe a nadie
El río
Los venenos
La puerta condenada
Las Ménades
II
El ídolo de las Cíclades
Una flor amarilla
Sobremesa
La banda
Los amigos
El móvil
Torito
III
Relato con un fondo de agua
Después del almuerzo
Axolotl
La noche boca arriba
Final del juego
I
Continuidad de los parques
El protagonista es, al menos en este relato, esencialmente un lector, y al inmiscuirse con sus modos, Cortázar lo hace también con quien lee el cuento: «se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes» / «Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca le ganó casi enseguida». Pero también se inmiscuye en la novela que lee el protagonista: «El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre».
La resolución del cuento, en la que el personaje de la novela se «inmiscuye» en el cuento es el golpe definitivo que da Cortázar, más allá de cualquier efecto sorpresa que algún lector pueda alabar o echar en falta.
Muy buena la secuencia en el preámbulo del final: «Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba».
No se culpe a nadie
Hay un juego muy marcado por los incisos que Cortázar dispone entre comas. Pero estos incisos no truncan el ritmo del relato, sino que colocan en una perspectiva inusual a la voz del narrador. Algunos son: «el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando» / «y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse» / «y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana» / «si es la manga» / «si es la manga y no el cuello» / «si es que está en el medio porque ahora…»
En el cierre, la irreverencia de la triple «y» es una de las características del autor: «donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos».
Las interpretaciones sobre el simbolismo de la mano pueden ser muchas, para mí lo que tiene peso es la capacidad de hacer de una mano un protagonista, o mejor dicho, un antagonista completamente inesperado.
El río
Es un relato complejo porque se sustenta en una suerte de diálogo que en realidad es un monólogo y con el cual el autor entremezcla lo onírico con lo real. Todo el cuento es una metáfora que se nutre de sí misma y que sólo se resuelve al final «vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua».
En el detalle, en el segundo párrafo hay una doble «y»: «tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos». Un sello, a mi entender.
Los venenos
Sin duda es una historia de amor con un final que puede ser adverso o feliz dependiendo de qué lado de la vereda nos colocamos. Es decir, si bien el protagonista está enamorado de Lila, es Hugo el que triunfa sobre la niña. El amor, convengamos, si es unilateral no alcanza.
Sin embargo, la cuestión más profunda no pasa por un sentimiento correspondido o no, sino por el accionar fuera de la transparencia, irrespetando los códigos básicos que no necesitan ser expresados para tener validez.
Esto es, Hugo no debería ni siquiera acercarse a Lila, y menos todavía hacerle ningún tipo de obsequio. Así, al haberle obsequiado la pluma cometió traición, cosa imperdonable.
En el final: «abrí la lata del veneno y eché dos, tres cucharadas llenas en la máquina y la cerré», el protagonista vuelca toda su rabia intentando que el veneno le haga justicia en el territorio no conquistado, pero, si nos fijamos bien, exponiéndose él mismo al hacerlo.
La puerta condenada
En una primera lectura uno coincide totalmente con el arrepentimiento de Petrone: «Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción». Pero inmediatamente, también, uno frena con él y agarra curva: «No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario». Es decir, uno cree que el juego va de la mujer que calma el llanto de un hijo imposible. Sin embargo, ese hijo es sólo el modo en que se resuelve la variable de fondo y que se nos presenta al comienzo del cuento: el silencio.
Es el silencio lo primero que Petrone nota, lo que después necesita –y de lo que el llanto sofocado del niño le priva– para conciliar el sueño, y lo que finalmente termina mortificándolo.
«Cuando el empleado y Petrone callaban, el silencio del hotel parecía coagularse, caer como ceniza sobre los muebles y las baldosas». Es la primera mención al silencio, que se da en el quinto párrafo.
En el séptimo aparece la segunda mención, «El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo». En un, ahora, obvio juego del autor sobre la trama misma que anda sobre sí misma.
En el noveno párrafo aparece lo que sería, entonces, el antagonista: «El sonido se oía a través de la puerta condenada»
«El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas». Dice en el párrafo 16.
En el 17, dice: «se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio».
El nudo se da en el párrafo 20, en donde el «silencio» es nombrado con significantes opuestos, magistralmente, cómo no.
En el último párrafo se menciona tres veces la palabra silencio, la tercera, la que sentencia inapelablemente: «Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo».
Las ménades
La melomanía de Cortázar al descubierto, sin el dramatismo de «El perseguidor», pero con una lucidez lúdica del que sabe, tanto, que es capaz de ir a torearle a la forma: «Conozco bien el teatro Corona y sé que tiene caprichos de mujer histérica», como al fondo: «Sólo yo de puro aburrido podía meterme en un concierto donde después de Strauss, Debussy, y sobre el pucho Beethoven contra todos los mandatos humanos y divinos».
Es un cuento que me ha divertido mucho y que también me ha dolido mucho desde una extrapolación un tanto sicótica, si se me permite. Siempre he dicho que los poemas en última instancia son del lector, sobre todo aquellos que tienen claves muy cerradas –y siempre lo dije sinceramente–, pues, del mismo modo y acabada la cena, este me lo he tomado desde un ángulo tal, que el director de orquesta es Cortázar mientras que el narrador soy yo.
El director, Cortázar, sabía su valor, aunque él mismo no se iba a colocar en la cima del mundo, ni se iba a autogalardonar con el Nobel de literatura o alguna cosa similar –la verdad es que no le importaban los premios–. Es decir, el propio autoconocimiento, y el propio autoreconocimiento iba por una vía diferente a la apreciación y valoración que tenía el público sobre él.
El público, que celebra a lo bestia, y que termina destrozando al director, representa la invasión de frasecitas entrecortadas –muchas de ellas falsas– en la red, igual de Cortázar que de García Márquez y de cualquier otro autor más o menos famoso. Es decir, lo irracional y puramente emocional («ese infierno del entusiasmo»).
Convengamos en que si un autor como Julio Cortázar es tu escritor favorito, de algún modo quedas expuesto, igual que quedarías expuesto si tu pieza musical favorita fuese la quinta sinfonía de Beethoven, en tanto hay una multitud ahí que tiene acceso a eso mismo, sí, pero de otro modo.
En mi extrapolación, aclaro, yo me digo «no es eso que están marcando, no es esa la manera de verlo», como si mi «fanatismo», por decirlo así, fuese de otro estilo y entonces pudiese coincidir plenamente con: «Me dolía un poco no estar del todo en el juego, mirar a esa gente desde fuera, a lo entomólogo. Qué le iba a hacer, es una cosa que me ocurre siempre en la vida y casi he llegado a aprovechar esta aptitud para no comprometerme en nada».
La frase cumbre –un concepto sobre el que luego volvería más acabadamente– se da antes del inicio de la sinfonía del «sordo genial»: «porque aquella multitud de la que yo formaba parte inexcusablemente me daba entre lástima y asco».
II
El ídolo de las Cícladas
Es un cuento por momentos jovial, en tanto Morand juega con la idea de la locura de Somoza, y por momentos denso, en tanto Morand intenta seguirle a Somoza en sus razonamientos. La resolución para mí es completamente inesperada y violenta, pero nada brusca, porque en una sola oración de un sólo párrafo la trama da un giro con un acelerón en el ritmo, sí, pero el aliento narrativo no sufre alteraciones radicales, como sí se da en «La daga y el Lis. Notas para un memorial».
Como detalle, hay dos pasajes sobre la remembranza que la estatuilla provoca:
el primero: «…obligando a Morand a mirar una vez más contra su voluntad ese blanco cuerpo lunar de insecto anterior a toda historia, trabajando en circunstancias inconcebibles por alguien inconcebiblemente remoto, a miles de años pero todavía más atrás, en una lejanía vertiginosa de grito animal, de salto, de ritos vegetales alternando con mareas y sicigias y épocas de celo y torpes ceremonias de propiciación, el rostro inexpresivo donde sólo la línea de la nariz quebraba su espejo ciego de insoportable tensión, los senos apenas definidos, el triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre, del ídolo de los orígenes, el primer terror bajo los gritos del tiempo sagrado, del hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las colinas»;
el segundo: «un poco como si fuesen sus manos o quizá esa boca inexistente las que hablaban de la cacería en las cavernas del humo, de los ciervos acorralados, del nombre que sólo debía decirse después, de los círculos de grasa azul, del juego de los ríos dobles, de la infancia de Pohk, de la marcha hacia las gradas del oeste y los altos en las sombras nefastas».
Pasajes que tienen un aire que refiere si no al aliento rítmico, sí al espíritu del aliento evocativo del poema «Las causas», del libro «El hacedor», de Jorge Luis Borges.
Una flor amarilla
Es un cuento complejo, de esos en los que aplican la frase «vivir, después filosofar» para pillarle el trasfondo existencial que va más allá del déjà vu al estilo Matrix, y de la creencia a nivel popular en la reencarnación.
Es difícil asimilar el anverso y el reverso que constituyen el principio y el final del cuento, el «Parece una broma, pero somos inmortales», suelto y frontal, es muy complicado de encajar con el «Pagué», dicho con un tono de fastidio –o quizás evasión enojosa–, colocado tras un punto y aparte, como una negación definitiva a la tesis propuesta desde el principio. Una negación definitiva, digo, porque justamente la exposición definitiva se da en ese último párrafo anterior a la oración final.
El cuento argumenta la inmortalidad –al tiempo que toma Paris como escenario desde la visión del de afuera: «No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros»– como una repetición cíclica de aciertos, errores, dolencias, fracasos y triunfos. Esto es, la vida que vive B, no es otra cosa que una repetición más o menos a escala de la vida que anteriormente vivió A.
Pero el protagonista no sólo ha descubierto este «mecanismo», sino que ha descubierto que se ha salido del mismo, es decir, que él, a diferencia de su interlocutor y de todos los demás sí es mortal, y de ahí el título del cuento y la tremenda reflexión que sin aviso Cortázar lanza como un uppercut descuidado: «Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre». El personaje realiza un salto cualitativo imprevisible desde el «El hombre mediocre» de Ingenieros al concepto de belleza de Plotino.
Sí, todos somos únicos e irrepetibles, pero hay maneras y maneras de concebirlo: «De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor». Son tres las palabras, los conceptos, que mencionados se refieren unos a otros inevitablemente, la nada, la muerte y la vida (la flor). Rota o finalizada «la cadena» se cumple el concepto que expusiera Gary Jennigs en su novela «Azteca»: «Cuando un solo hombre muere, es como si todo el universo viviente dejara de existir, en cuanto a lo que él concierne. Asimismo, cada otro hombre o mujer dejan de existir para él, los que son amados y los desconocidos; cada criatura, cada flor, cada nube o cada brisa, toda sensación y emoción. Su Ilustrísima, el mundo y cada pequeña cosa muere todos los días, por alguien».
Sobremesa
El cuento se facilita por una serie de señales que Cortázar deja en él:
1. El epígrafe: «El tiempo, un niño que juega y mueve los peones. HERÁCLITO, fragmento 59.
2. El título que coloca al inicio de las dos primeras cartas: «Carta del doctor Federico Moraes», «Carta del doctor Alberto Rojas».
3. Una frase clave en la primera carta: «… Pero antes prefiero dejar bien establecida la fecha».
La historia básicamente trata de un juego con la temporalidad, por un lado, y por otro, del tono de las misivas entre Moraes y Rojas, desde las cuales se desprende el drama entre Robirosa y Funes.
Cabría destacar que aquí sí se tratan de misivas verdaderas en las que el autor logra caracterizar a sus emisores desde la expresividad de las mismas. Muy diferente al caso de «Carta a una señorita en París», en donde la historia es relatada bajo la excusa de una carta; al de la carta inacabada, que Isabel le escribe a su mamá en «Bestiario», y que sólo se emplea como retazo narrativo; y a «Cartas de mamá» en donde es un nombre el que dispara la ficción.
Es también necesario sopesar la importancia que tenían las cartas para Cortázar, considerando, sobre todo, su situación de extranjería, y desde ahí el peso emocional de situarlas –las del cuento– en territorios tan específicos como Buenos Aires y Lobos.
La banda
Es un relato que tiene alguna similitud con «Las ménades», porque deja entrever la melomanía de Cortázar, pero esta vez no desde el conocimiento de obras musicales, tan sólo hay una intencionadamente vaga referencia a la marcha «El Tala», sino desde la vereda opuesta del gusto apasionado por la buena música. Así, a Lucio le toca sufrir a la banda: «el director alzó la batuta y un estrépito inconmensurable arrolló la platea so pretexto de una marcha militar», «la música que estaban tocando era tan terrible, que el sufrimiento de mis oídos no me permitía coordinar las ideas ni los reflejos», «de sus ciento y pico de integrantes sólo una tercera parte tocaba los instrumentos», «Como calidad, la banda era una de las peores que había escuchado en su vida», etc.
El lado profundo del relato lo disfraza Cortázar desde el primer reglón, «Lucio Medina me contó un divertido episodio», sentencia en la que luego se reafirma con un «Había algo ahí que no andaba bien, algo no definible». Después, entonces, la sucesión de los hechos apenas creíbles logrando la combinación de dos emociones potentísimas: la sorpresa ante el absurdo y la impotencia ante el mal gusto. Emociones que se intensifican dado el marco espacial en donde una muchedumbre le remarca al protagonista las distancias insalvables. Hasta aquí el lector se divierte con el agobio de Lucio, que no puede creer y que tiene otra alternativa que creer eso que está pasando y justo eso: «Lo que acababa de presenciar era lo cierto, es decir lo falso».
Un cuento que, por lejos, marca la esencia de mucho de la narrativa de Cortázar.
Los amigos
Un cuento que van a disfrutar más los que jueguen de locales en Buenos Aires, al menos en aquella época. De todos modos es un relato con un tempus muy acelerado que combina ambigüedades con precisiones.
El final, aun cuando está escrito, es un poco de final abierto, un poco poético también, si se quiere: «el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de…», cierre que, aunque definido, que no deja de ser una propuesta.
El móvil
Es uno contado en argento puro –incluso hay un «Decíme» en un diálogo, sí, con tilde– a los que le impone el ritmo el narrador, que va mostrando desde dentro y desde fuera hechos y conclusiones.
Ayudada por el título, la trama distrae el foco del lector, pues la narración va llevando la secuencia por un carril y en el último tramo, con una gambeta totalmente inesperada la historia gira y se define por otro ángulo.
Al final, con unos puntos suspensivos a todo lujo, los personajes vuelven a encajar, sí, vuelven a encajar en sus lugares y el título también vuelve a ajustarse perfectamente al cuento.
Torito
También es otro contado en argento, pero más cerrado todavía, en el que Cortázar se dio el gusto de lanzarse en un solo párrafo y vamos, o dos, mejor dicho.
El cuento es un monólogo que encarna a manera de autobiografía el auge y caída de Justo Suárez, el tremendo boxeador argentino (09/enero/1909 – 10/agosto/1938) llamado «Torito de mataderos», a quien aplaudieron de pie en algún momento los príncipes Eduardo de Windsor y Jorge de Kent.
Narrado en primera persona, Cortázar propone una oralidad que refleja la clase social a la que pertenecía el protagonista, al tiempo que demuestra su pasión por el boxeo.
III
Relato con un fondo de agua
Un cuento denso en cuanto a su trama y que se lee velozmente por el recurso del relato en primera persona. Se luce aquí la poética de Cortázar, que se marca en un aspecto crucial del relato, el plano espacial.
El ámbito de lo onírico se mezcla, o por lo menos se aproxima muchísimo, al ámbito de lo real, y en esta ambigüedad es donde el lector debe hacer pie para desentrañar el argumento.
Si bien en el penúltimo párrafo la historia se devela, con la acusación de Lucio respecto de la propiedad del sueño, o la pesadilla, es recién en el último en donde termina por resolverse con ese «todavía puedo matarlo otra vez», que se refuerza con el «y vuelve y alguna noche me llevará con él».
Después del almuerzo
En este cuento sobresale la figura de quien o de lo que no ha sido descrito. El protagonista debe llevar de paseo a una entidad que no se devela jamás. Una entidad que genera en el protagonista una serie de emociones negativas y que transmiten su agobio a lo largo de toda la lectura.
Son varias las interpretaciones que pueden hacerse respecto de la entidad que es sacada a pasear, desde un hermano mongoloide, hasta algunos complejos sicológicos con los que carga el protagonista.
Pero, independientemente de quién o qué sea la entidad, lo cierto es que el protagonista primero se rebela y luego se arrepiente. Tras este arrepentimiento surgen dos variables que redondean el relato, primero, el protagonista piensa en que quizás en una próxima vez podría deshacerse de la entidad y, segundo, que se plantea que quizás sus padres sientan lo mismo que él.
Axolotl
Aquí Cortázar define la trama en el primer párrafo, «Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. / Ahora soy un axolotl». A partir del segundo párrafo la historia va y viene entre el hombre antes de convertirse en axolotl, el tiempo (no el proceso) que llevó acercarse lo suficiente al ámbito de los axolotl para convertirse en –o volver a ser– uno de ellos, y la descripción que refiere a los axolotl.
Lo más denso está en la formulación de dos planos opuestos, el del conocimiento y el de la ignorancia, que son equilibrados por la esperanza. El conocimiento, en el sentido de que para el –ahora– axolotl todo fue cierto desde un principio; y la ignorancia respecto de qué es lo que –entonces– piensa o siente el hombre que ya no vendrá al acuario. La esperanza, o quizás fe, equilibra estas dos variables: «me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl».
La noche boca arriba
Una delicia de historia, sobre todo si se ha leído sobre las guerras floridas (Xochiyáoyotl), porque así se apreciará mejor las emociones del protagonista, un nativo moteca capturado por los aztecas para ser sacrificado.
El cuento va de dos protagonistas que se vuelven uno a través de un sueño, un sueño del que ninguno saldrá vivo, y que sin embargo mantiene en vilo a ambos, hasta la resolución del cuento.
Al final uno también se accidenta con el cierre, porque termina siendo el nativo quien sueña el futuro. Sin embargo, la irrealidad no significa irracionalidad, y bien mirado, cruzar de un plano temporal a otro, no necesariamente pierde lógica si el salto es de atrás hacia delante.
Final del juego
Tiene un aire parecido al de «Los venenos», porque encarna la complicada pasionalidad de unos personajes que están en una edad indefinida entre la niñez y la adolescencia. Sin embargo, mientras en «Los venenos» se cruzan los celos y la traición, aquí lo hacen los celos y la compasión.
Los celos, y acaso algo de envidia por ciertos privilegios, que la narradora y Holanda sienten por Leticia, no pueden superar a la compasión que sienten por ella debido a la afección que sufre.
El final, aunque explícito, igual queda de alguna manera abierto porque no se menciona el contenido de la carta que Leticia le escribe a Ariel. Quizás haya que recurrir al título, «Final del juego», para concluir que la última representación de Leticia, en la que transgrede todas las normas al utilizar las joyas de su madre, constituye también el final de una etapa.
Es un cuento en donde Cortázar demuestra que puede entremezclar sentimientos y emociones, que se corresponden más con personas adultas, en el comportamiento de personajes de corta edad.

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