«Maldito sea aquel que fía en hombre…»
Jeremías 17:5
Cuando llegas a un acuerdo con alguien en quien confías plenamente no necesitas firmar ningún contrato; esto es básico. Cuando, por los motivos que sean, una parte no confía en la otra es que surgen los contratos y, por supuesto, el ámbito en dónde pueda hacerse valer los términos de este contrato; esto ya no es tan básico. Ahora, cuando este contrato es extenso y complejo, por un lado, y además, para hacerlo cumplir la cosa es morosa y compleja, necesariamente es porque una de las partes le está sacando tremenda ventaja a la otra con la anuencia del ente rector.
En el comercio tradicional, en lo que es comprar de un lugar algo y venderlo en otro lugar, el espíritu no pasa por la estafa, sobre todo porque la competencia siempre está lista para reemplazar a un competidor inapto para los términos del mercado. Sin embargo, cuando el producto que se negocia está relacionado con la «energía», y los contratos involucran al gobierno, ahí el espíritu de mercado no funciona, y lo que marca la agenda es la tasa de retorno que cada compañía involucrada pactó para cada inversión. Remover a una compañía es tan fácil como remover a un senador.
Independientemente del sistema de gobierno que rija a un país, hay que fijarse en el mercado real, es decir, en cuáles son las necesidades reales de los consumidores. Y las necesidades básicas de una población son salud y alimentación, que ya luego vemos educación y demás. Entonces, si desde el Estado se promueve o se permite enfermar a la población, y la causa de esas enfermedades puede relacionarse a un incremento en la riqueza de una parte del sector privado, la cosa está clara. Más todavía si el tratamiento de esas enfermedades significará ingresos, también, para cierta parte del sector privado.
La situación se vuelve un tanto más tenebrosa cuando la falta de información envuelve a la coyuntura sin que los participantes puedan, entonces, hacerse de una idea de qué está ocurriendo. En el caso de los fármacos, y de millares de productos en donde por ley deben publicar qué contienen, es el consumidor quién en última instancia decide si someterse o no a las indicaciones de su médico, o a los mandatos de su gusto. Convengamos en que hay una diferencia entre no publicar cuánto cuesta la explotación de un yacimiento de gas, y no publicar qué químicos requiere esa explotación.
Al final, nos encontramos con empresarios (las empresas no cometen crímenes) que nos perjudican deliberadamente y con la permisividad de los gobernantes, los cuales no están donde están a balazos, sino a través de un sistema «libre» de votaciones. Entonces, lo cierto es que, al menos allí donde nos llamamos inteligentes, debiéramos comenzar a examinar cómo se forma nuestra estructura de pensamiento que hace que confiemos en tal o cual figura pública, en tal o cual organismo. Una vez que sepamos certificarnos como críticos, sabremos certificar a un político, a una empresa, a cualquier gobierno. Pero se empieza por uno mismo.
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