En teoría, para los consumidores ningún monopolio es beneficioso, porque al no haber competencia, más allá de las cuestiones de precio, el oferente no habrá de preocuparse de mejorar la calidad de su producto. Sin embargo, considerando ciertos plazos, los monopolios tienden a desaparecer o, por lo menos, a perder el peso que en un primer momento puedan llegar a tener. Por ejemplo, la primera empresa de telefonía móvil cobró lo que quiso por llamadas entrantes como salientes, hasta que llegó la segunda, y la tercera, con lo que los precios de las llamadas bajaron. No hay misterio en esto.
Entonces, ¿es real que no exista ningún sucedáneo al petróleo? ¿Cómo puede ser que ya en el siglo 21 se siga con una dependencia tan grande de los combustibles fósiles? A ver, uno de los países más pobres del planeta, Corea del Norte, ha realizado un ensayo con una bomba de hidrógeno; Cuba, otro país para nada rico, ya está comercializando una vacuna contra el cáncer del pulmón, por marcar dos extremos en cuanto a investigaciones; pero, en cuanto a energía, ¿la cosa sigue girando en torno al petróleo y, en todo caso, en torno al gas? ¿Es que no hay alternativas?
John Hutchison, un investigador canadiense, habría conseguido la «antigravedad», sin embargo, tras haberle secuestrado sus materiales de investigación los militares también consiguieron que no consiga financiación para seguir con sus indagaciones. Eugene Mallove, investigador estadounidense, promotor de la fusión fría, fue asesinado en el 2004. Adam Trombly inventó un generador que aprovecha las fluctuaciones del punto cero del «vacío» del espacio, pero que hasta ahora no vemos en las tiendas. John Bedini, otro inventor, desarrolló un motor generador por pulsos, utilizado principalmente para cargar baterías. Cabe preguntarse, entonces, porqué ningún gobierno apoya abiertamente el desarrollo de este tipo de investigaciones, ¿no?
Más allá de las «necesidades básicas» de cada población, cada país ha ido desarrollando diversas industrias que satisfacen otro tipo de deseos. Estas industrias, que funcionan consumiendo petróleo, terminan por relacionarse con el negocio de las armas. El costo operativo de la invasión a Irak y de la invasión a Libia son incomprensibles sin considerar la industria armamentística. Para más colaterales, está el caso de Yemen, en donde el petróleo saudí se convierte en dólares, estos dólares en armas, y estas armas en miles de civiles asesinados sin que ningún pueblo salga beneficiado. Sí ganan los productores y traficantes de armas.
El otro aspecto que no deja de ser llamativo es que, muy notoriamente, los medios de comunicación no se hacen eco de la problemática real de la energía basada en el consumo de gas y petróleo. Cuando son los medios independientes los que promueven la difusión de ciertos informes, de ciertas cifras y situaciones que deberían alertar a las diversas naciones y no sus propios gobiernos, o los principales canales de prensa, se hace evidente que los intereses de la industria alcanzan y benefician, también, al denominado «cuarto poder» que, en lugar de denunciar, ahora sirve para ocultar o incluso mentir.
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