Algunos viernes íbamos con mi jefe al lobby principal de un hotel muy lujoso, en donde bebíamos un whisky que nos servían directamente desde el barril. Yo no entendía mucho del licor y, aunque me gustaba mucho, de lo que en verdad disfrutaba era de la solitaria intimidad que compartía con ese tío. Éramos pendencieros, bromistas, egocéntricos a más no poder, agresivos y atropelladores. Éramos «operadores de cambio«, gente que de 09:00 a 12:00 compraba y vendía dinero y que de 12:01 a 15:00 monitoreaba lo operado. El resto del tiempo estudiábamos a los demás y a sus números; la trama.
No puede ser amor esta manera
de mirar a mis manos como extensión exacta
de lo que sé e imagino sintiendo como un duelo
que no acaben ahora entre las tuyas.
Debe ser otra cosa este mirar
más allá del papel y saber que podría
alcanzar a tu cielo y a tu paso apurado
–como sé conseguir lo imposible–,
sin que por ello intente demostrarte
de qué se constituye lo que tienes
y que mi boca busca hacer bruñir.
Debe de ser mi ego el que exige que estés
en donde nadie llega palpitando lo fácil,
aquí, en la espiral tórrida que alimentan tus iris.
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