Sigue el agua su curso y da a estrellarse contra la roca y es un arroyo y le llaman cascada le escriben una música dos o tres poemas una carta y veinte y dos libros – pero la cascada no los escribe.
Le abren los muslos, le arreglan el rostro, lo pintan, lo visten, lo ponen en el ataúd, lo transportan por las calles, y así ¿no resulta clara la imagen de quién guía a quien? A pesar de que alguien dijo que los muertos se encarguen de los muertos… ¿o no?
Y al niño hay que educarlo. Pero el niño hace preguntas, cuyas respuestas, quizá, se ignoran. Y, entonces ¿quien enseña a quién?
Gira e invierte de lugar las estampitas, la obra es gigantesca, la mente intuye que no puede ser, como otrora, enciclopédica. El corazón es flaco, lo alimentaron poco, no le caben sueños gigantes, proezas inigualables, apenas alcanza a intuir lo que es una sospecha, quizá alguna duda, y más nada, el hambre, el frío y el cansancio son demasiado para cualquiera que haya estudiado en alguna universidad, que pudiera ser, pero por supuesto, la fenomenal escuela de la vida.
Durante doscientos años una orquídea china ha esperado por el momento de su nacimiento. Doscientos años hace que la esperamos, y sabiendo que morirá, y que jamás tendrá conciencia de que la hemos esperado por doscientos años ¿cómo vamos a hacer para negar u ocultar nuestra alegría respecto del suceso? Sería mejor si ella supiese cuánto la hemos esperado, sería mejor si supiese también ella que no habrá de durar, así ¿acaso no sería más intenso cada instante, más invaluable el acto concretado? Pudiera ser, mas, sin embargo, hay una rara calma en la profundidad de ciertas tristezas. Y así como le duele al que tiene los ojos sanos ver que el ciego se dirige al pozo, también no deja de ser cierto que actúa como bálsamo la certeza de saber que al menos el ciego eligió su camino, y también se capta el mayor desconsuelo al ver cómo quien sabe mirar guía de propósito en el error a quien no tiene armas, y se comparte el entendimiento de aquella maldición.
Nos vamos yendo, recordando los tiempos en los que fuimos libres, en los que tan alto podíamos exponer nuestras risas, nuestras historias, nuestros deseos, nuestras fantasías más reales. Nos deja el polvo, aunque a veces, por permitirse una liviandad, todavía nos roza por última vez las espaldas, o nos besa las sandalias, o se incrusta, lúdico, entre los trozos de nuestro pan duro.
No hay más que seguir, la orquídea ya no está entre nosotros, estuvo su idea, y estuvo su realidad, y está su memoria, que será olvidada. Nuevas orquídeas se fijaran en nuestras mentes, y las mentes que vendrán después seguirán pensando en las orquídeas que habrán de venir, hasta que quizá todas las mentes al coincidir con todas las orquídeas, conciban que sólo hay una mente y una sola orquídea, como si la belleza fuera una sola, más allá de todas sus manifestaciones, y quien la capta sea sólo uno, más allá de todos los representantes de esta o aquella raza, y en algún punto del tiempo que no existe, no haya nada más que la belleza fundiéndose en el centro de quien la capte.
Fuera del tiempo lo sabremos, fuera del espacio, o aquí, mientras cerramos los ojos, en las barracas.
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