III. Penúltima caja
6. Alacranidades
Tenía lo necesario
para bajar la cabeza,
pero la rabia me pudo
y mi rostro volví mueca,
capaz de reír silente
por sobre su sed honesta
–ese hueco de las frases
con saborcito a grosella–.
A patadas y puñales
sangré bajo las estrellas,
acorbatado y puntual
logré lechos de princesas,
sin que de mí ni los curas
sospechasen mi condena:
verlo todo tan vulgar
y hallar en ello una prueba.
Nunca tuve un solo amigo,
y tragarme bibliotecas
me llevó a los alacranes,
que aceptaron mi moneda
de brutal resentimiento
despreciando la caterva
por ser y estar ahí, solos,
parte de una herida ciega
que uno calla profundo
porque es puta y tan compleja
que no basta con decirlo
para torcer la novela.
Dura la cerviz, Dios grande
y en el medio de la escena
unos ojos solitarios
que irán hasta donde puedan.
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