Diario 36
La mujer que tanto quería había perdido la razón, los labios que tanto quise, los traicioné, y el abrazo tan cálido, quedó extraviado en otros brazos que no sabrían valorarlo. Así, el vino sobre la mesa, la estela de las incomprensiones, la tibieza de una hoguera imaginada, y hasta quizá vivida en algún tiempo, en esa materia del atrás. Sin grillos, esta noche, con el ritmo solitario de guitarras que todavía palpitan su intimidad española. De un modo en el que el crepúsculo pudiera volverse un tanto perdonable, el amanecer menos brutal, y lo demás, sea día o sea noche, una especie de miasma a ser obviado, salvo por sus detalles: una habitación sucia y un velero triste, el cuerpo pidiendo un poco más, pero ya sin exigirlo, de tanto haberse exigido.
Surge el roce del viento cuando el perdón pudiera ya no ser necesario, porque no sería suficiente; allá en la juventud, cuando el afecto prima menos que la comprensión, donde tan flaca todavía es el alma, que más anhela a una compañera, que a una guía. Y tras la brisa, los oleajes de la depresión, el lenguaje lacónico, las manos que se resisten de salir de los bolsillos, y las piedras precisas buscando estrellarse contra los cristales que les fueron predestinados. La teoría de la tempestad en el adentro, que explican los sicólogos por un poco de dinero pagado a la entrada de la consulta, y que llevan a las pastillas, cuando hubiese bastado un gesto constante, ese que nunca estuvo. Y lo que está es la ciencia, con su fuerza de contrapeso racional a los extremos que promovieron la propia caída, y el extremo detalle de captarlo y vivirlo, con una repetición que roza los límites en donde se inicia la desesperanza.
¿Nos salvarías, con cremas y programas programados, con el estudio de Mozart y las implicancias de la literatura? No, porque lo que hay son los versos puros, y los puro verso, el uniforme de colegiala, y el uniforme de oficial, para que la ayuda sea imposible, aunque no su intento; para que el que lo intente logre el ridículo, y que el que pida ayuda, por no obtenerla, retenga su burla, nublándola con un resentimiento pretendidamente oculto.
Con decisión sospecho que se han hecho daño. Los miro, los examino, compruebo las heridas, las rajaduras, las grietas, lo blando de las certezas, lo duro de las dudas, todo creciendo y absorbiendo. Sonrío, para no llorar, aunque no importa que ya no sé lo que eso es. Pero lo hago, porque mucho depende de que se entienda de que yo también he llorado, estando como enfermo que enfrenta el examen de quien nunca ha padecido de enfermedad alguna.
De algún modo siento que es incorrecto fingir, y ¿acaso no fingen todos? Sin embargo, es posible lograr ciertas cosas, sin minimizar ninguna moralidad. Así como el arte, así mismo la naturaleza, y quizás un poco más, cuando en ella misma está implícita la búsqueda de los límites. Lo sabemos todos, basta un espejo, y que al lado no esté nadie, absolutamente nadie. Lo sabemos todos, lo callemos o lo sonriamos. Por mi parte no hay problema, tengo la piel curtida para la incoherencia, para lo fantástico, y acaso, para lo que llaman sentimientos, sueños y pasiones. Después de todo, y antes que nada, pertenezco a las barracas, donde hasta si logras “encontrar” algo, es porque al menos has construido el camino para lograrlo. ¿El resto? Eso mismo, el resto.
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