La mañana escolar se dividía en períodos de 40 minutos, que llamábamos «horas de clase», dos períodos de Literatura eran «dos horas de Literatura». Después de las primeras dos horas de clases teníamos un recreo de diez minutos, luego, otras dos horas de clases a las que le seguía un recreo de quince minutos y, finalmente, las jodidas tres últimas horas de clases. La cuestión de los recreos, como verás, era muy diferente a como se manejaba en la escuela, en donde teníamos un único recreo de media hora, que te daba para masticar algo y meterle a un buen partido.
En el patio regía el tema de la antigüedad, o sea, los chicos de segundo y de tercer curso manejaban las canchas de futsal, por los que a los de primer curso nos quedaba la huevada esa del voley, o la resignación de mirar cómo los otros jugaban fútbol. A mí me emputaba particularmente lo de mirar, porque sabía quiénes jugaban bien —por los partidos de la tarde y de los fines de semana— y justo ellos, nunca, o casi nunca, jugaban. Así que como sólo entraban a la cancha los mediocres la cosa era muy aburrida, al menos para mí.
Fue entonces que, «rumbando sin novedad», por la sala de deportes, me quedé mirando cómo unos pibes le daban al ping-pong. Había dos mesas, en una de ellas se jugaba mano a mano y en la otra le daban en modalidad dobles. Lo raro era que no se daba ahí ese marcado territorialismo vertical, puesto que habían chicos de los tres cursos interactuando. Lo otro es que la cosa era, cuando menos, vertiginosa. Los partidos duraban sólo un set, y el que perdía salía y dejaba entrar a otro. ¿Mirones? Un montón. Ni modo, en cada recreo caía por el sitio.
El asunto era así, cuando sonaba el timbre del recreo había que correr para agarrar la mesa. El que llegaba primero al tocar la mesa decía «¡mesa!», y elegía con quien, o mejor dicho, contra quién jugar. El que ganaba el set, es decir, el partido, podía elegir seguir jugando con el mismo rival, o elegir jugar contra otro. Era competitivo el ambiente, porque aun cuando el primer partido lo disputasen dos amigotes, tras la victoria, el vencedor no dudaba en elegir jugar con un contrario de mejor nivel si se daba la circunstancia. Definitivamente tenía su gustito el jueguito ese.
Una vez más recurrí a Pietro, que me habló de Ganzo, un cuate medio loco de nuestra promo, pero que al parecer masticaba el tema del ping-pong. Hablé con el Ganzo, y me dijo que podíamos llegar tempranito al cole y que antes de la entrada a clases podíamos jugar un poco. Así que al día siguiente tipo 6:30 de la mañana, ahí estábamos con el Pietro, en calidad de discípulos, siguiendo las instrucciones del Ganzo, que de movida nos deslumbró sacando una paleta Pioneer, que venía con un forro con cremallera y todo. Nosotros ni imaginábamos que algo así existía.
En 1983 sonaba:
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