Para la segunda semana Pietro y yo ya estábamos sacándonos chispas en la mesa. Y es que el Ganzo resultó que competía a nivel professional, y como le caímos bien, la didáctica se hizo sola. Comenzamos a pillarle a cada mesa, a la de singles y a la de dobles, sus particularidades geográficas, porque cada «cancha» es un mundo aparte y te obliga a «pararte» de un modo específico. Fijate que por ejemplo al terminar un set, y cambiar de lado, cambiaba también tu estrategia, porque hasta la luz del sol influía y dependiendo si era de mañana o de tarde.
Ya estábamos aptos para jugar en los recreos, pero como nadie nos conocía, nunca nos iban a elegir para jugar el segundo set de ningún partido ni a Pietro ni a mí. De manera que la única posibilidad que teníamos era de «agarrar mesa», es decir, que una vez que sonara el timbre del recreo uno de los dos tenía que salir disparado del aula y llegar antes que el resto de los competidores a la mesa. La cosa tenía una complicación extra, los de primer curso estábamos ubicados en el tercer piso, y los demás en los dos pisos inferiores.
Logré que me permitan sentarme al fondo del aula, contra la pared, de manera que la puerta me quedaba a unos pocos metros. Con eso, salir primero sería un trámite, el punto pasaba por alcanzar la escalera lo más pronto posible, porque para llegar hasta el patio había que descender seis tramos opuestos de escalones, con sus seis descansos —dos por cada piso—, cuestión bastante complicada cuando la gran mayoría de chicos ya salió del aula y está, como ganado en procesión, obstruyendo los peldaños. Entonces, era adelantarse a todos o avanzar entre todos zigzagueando evitando rozar a algún pendenciero.
También jugaban en contra los mocasines, un calzado excepcionalmente incómodo para correr sobre baldosas, te diré, pero yo estaba enfocado y el Pietro si no más, estaba igual de enloquecido. Él se encargaba de cargar con las paletas y las pelotitas, y yo solamente tenía que ocuparme de agarrar la bendita mesa. Así, con las manos libres, pude sujetarme mejor de las barandas, aprendí a lanzarme por los escalones, a bajar por grupos de peldaños en lugar de uno por uno, gané cintura, pisé mejor y todo lo necesario en cuanto a cómo bajar una escalera. Qué querés, el quiere, puede.
Finalmente pude decir «¡mesa!», y, al mirar atrás, había un montón de metros de vacío, de aire, antes del siguiente competidor. Todo ese primer recreo jugamos singles con Pietro, como para marcar territorio, a sabiendas de que estábamos lejos de ranquear en el jueguito ese, sólo por marcar que nos valía la tradición. Ya en el segundo recreo agarré la mesa de dobles y dejamos que la historia sea como tenía que ser, perdimos, pero comenzamos a competir en serio, contra reloj. Yo saboreaba doble, porque aparte del tema de agarrar mesa, le disfrutaba a la escalera esa no sabés cómo.
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En ese año sonaba…
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