Imagina el circo romano en tiempos de Nerón mas, esta vez, con la mitad del público alentando a los gladiadores y la otra mitad alentando a los cristianos que en esta ocasión cuentan con pertrechos y adiestramiento militar de primera. Llegas y en la boletería te preguntan «¿cristiano o romano?», de manera que cuando tomas tu lugar sólo te queda gritar a todo dar por tu equipo. Así es fácil. Cuando dos ven la misma luna es menos difícil que cuando sólo uno ve dos soles alrededor de un planeta que no registran los telescopios. Creer a solas es lo notable.
Pero esa fe solitaria, cuando se fundamenta sobre un principio que sobrepasa a la razón, porque deviene de un antes sanguíneo, almático, apenas asible por la palabra, por el gesto de alguna sintaxis, y se constituye en motor que mueve los pasos necesarios para borrar cualquier cobardía inicial; esa fe termina encontrando más temprano que tarde todas las razones que le puedan exigir y en los planos suficientes, no sólo para sostenerse a sí misma, sino para expandirse a través de cualquiera que desee ser partícipe de los beneficios de no cerrar los sentidos al llamado que nunca cesa ni comienza.
Los destrozos, mayores o menores, sucederían entonces sin que los dolores de parto sean todo lo terrible que tanto profeta vaticinara inexactamente en su momento, sobre todo para quienes no adoraron la justa delicadeza de la precisión que hasta el caos preside. No llora entonces el maestro ante la caída del discípulo que pretendió acortar camino, y menos ante las lágrimas de éste por las heridas que así a sí mismo se propinó. Sino que bondadosamente y, como corresponde, atiende al que le sigue, cumpliendo con la ley que no termina de inventar para felicidad propia y de quienes lo superen.
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