Yo conocí un dolor y una tristeza del único modo en el que realmente aprendemos algunas cosas, desde la carne. A mis sollozos le siguieron los estertores, y a los estertores esos gritos roncos de las bestias que no fueron creadas para el consuelo. Luego los golpes hasta romperme toda la piel de los nudillos y la de la frente contra los muros del pasillo. Y llorar hasta el jadeo, hasta ese punto en el que los mocos se mezclan con las lágrimas y la garganta se ahoga y no hay posición que aliviane el peso del yunque en el pecho.
La herida todavía era nueva y amenazaba con infectarse cuando escupiste sobre mis ojos ese resto de rencor que alimentó y alimentaba tu vientre. Toda esbelta, maquillada de un ultraje que jamás conociste y del que me hacías responsable, vomitaste sobre mi nombre y mi palabra la inexistente paciencia de la cual te hacías soberana indiscutible. No parpadeé siquiera. La procesión, la sorpresa, el asco y la lástima pasaron por dentro, en un escándalo de impotencia continua, como si el dolor de una vez personalizado, de una vez vuelto ente, se hubiese decidido a probar de qué estaban hechos mis tendones.
Pudiendo —y quizás debiendo— haber levantado la mano, me abstuve de hacerlo. Mi política, ya desde décadas atrás, ha sido siempre la de no intervención. Todos tienen, como te lo he marcado, como te ha dolido muchísimo que te lo marque, el sagrado derecho de decidir ser infeliz. Echarme en cara mis errores una y otra vez —una y otra vez—, no te hará feliz, ni tapará tus falencias. Creer que sólo yo soy el culpable sí te seguirá haciendo infeliz –si fuese así todo sería sencillo–. Por mi parte, ¿seré de nuevo un lanzallamas?
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