No sé bien por qué, pero si tuviese que apostar, apostaría a que en un principio lo hizo para llamar la atención, de repente incluyendo en esa postura hasta un toque lúdico; pero después, al conseguir esa atención, y posiblemente sin ni siquiera poder haberlo previsto, surgió esa chispa que activó quien sabe qué sistema de neurotransmisores y la dependencia comenzó a operar inexorablemente. Desde entonces, la necesidad de conflictos es lo que le curva la espalda, y también lo que le hace caminar, distorsionándole la mente a tal punto que cualquiera que camine recto le parece una persona terriblemente enferma.
Frente a esta situación Kafkiana —porque quien va a llevarle los alimentos todos los días a la torre soy yo y, por ende, el que tiene que asumir una postura de jorobado de nuestra señora de los tarados soy yo, de modo que me acepte la comida sin que me escupa o me grite maldiciones apenas me divise— se hace cuesta arriba mantenerse erguido, moralmente, al menos. Sostener la mirada limpia de cara al futuro con el terrible peso que tiene por ahora el presente, lleno sobras de carbohidratos, de posturas asumidas que no son verdaderas y que no son sueños.
De todos modos, como última de las resistencias, más allá de todos los alcoholes, de todas las drogas, de todos los vicios y de todas las virtudes, queda la simpatía. Ahí es donde el alma hace pie haciéndose posible a sí misma sentirse y, con ello, expandirse hasta dar con otra semejante. En la simpatía, primera fraternidad de los nobles, es donde comienza a crecer y fortalecerse la extraña semilla de la belleza; esa semilla que necesitó de abundante oscuridad para ser concebida, y de una soledad apenas describible para comenzar el viaje que nunca tuvo principio y que nunca acabará.
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