«Sobre» todo eso, y «debajo» de todos, yo. Tú me habías colocado en un punto, de algún modo en un sitial de privilegio, pero condicionado. Aquello de incondicional pudiera haberte parecido real a ti, incluso pudiste habértelo creído en su momento. Pero la verdad es que todos los riesgos que tomaste fueron seguros, en cada una de las decisiones estuvieron —no hay modo de negarlo— mi saber hacer, y mi poder hacer. Y al final, si la memoria colectiva como individual no falla, cuando arreciaron las exigencias tú asumiste el borrón y cuenta nueva y te fuiste sin escándalos.
A mí se me acentuó entonces esa tristeza complicada de los animales nocturnos. Fui sumando nombres a mis olvidos y restando más o menos ordenadamente días y fechas a la memoria de mis calendarios de perseguidor de imposibles; fiel y bondadoso, como un lobo que por estirpe jamás perteneció a ningún circo, mantuve la musculatura de mis silencios entrenando una espera noble, pletórica de miradas de las que sólo podrían dar fe un par de bibliotecas y, acaso, aquel bar de Belfast, en donde varias veces intenté no escribirte el mismo soneto sobre doscientas dos servilletas diferentes aquel diciembre sin cielo.
En el después, que terminó sucediendo, tú pretendiste nuevamente el engaño, nuevamente. Que habías cambiado, que incluso yo había cambiado. Yo te dejé hacer, recordando a una de mis primeras putas de mi adolescencia —una gorda pintarrajeada, llena de estrías, a la que terminé pagando porque estaba borracho, y no me iba a echar atrás, y uno tiene su honor—, y te dije que sí, y me diste lástima, y me di asco, y sonreímos los dos, y nos estropeamos un montón de años, y la culpa mía, siempre mía, porque los hombres son todos iguales, es tan sabido.
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