En ese entonces yo tenía miedo, aunque no estaba dispuesto a confesármelo porque ni siquiera sabía que era miedo todo eso que sentía. No había forma de que mis gestos, fueran de los buenos, fueran de los agresivos, fueran de los crueles, terminen de una vez por levantar toda la estatura de tu grandeza o de cavar el pozo inverosímil de tu bajeza; no, nunca fueron suficientes las cosas que yo hacía. Me faltaba edad para saber que sobraba, que eras vos quien no sabía qué hacer, cómo tomar, de qué manera valorar y compensar cada una de todas mis manifestaciones.
Cuando finalmente comencé a despertar, a darme cuenta, fue una ola pegajosa de vergüenza recorriéndome toda la piel, una especie de resaca intensa en donde el remordimiento no daba lugar a una liviana depresión, o a un sentimiento de culpabilidad tranquilo y distanciador, sino a esa impotencia que se siente al tomar consciencia de haber sido estafado y de no poder hacer ya nada al respecto, porque el estafador no sólo ha huido con el botín, sino que ni siquiera ha dejado posibilidades de que se le plantee alguna acusación. Ni siquiera rabia, ni rencor, acaso, sí, un atisbo de lástima.
Yo ni siquiera lo había previsto, al menos no del todo, porque mi viejo y la protectora me habían entrenado demasiado bien en aquel asunto del despecho y la venganza, uno; dos, porque había aprendido a dirigir mis energías en asuntos más alegres, de colores más vivos. Así que cuando tocó aquella encrucijada y tuvieron que salir las bengalas a mí no me costó nada destrozar lo que tuve que destrozar, más por practicidad que con algún destello de placer o rabia, más con inercia que con pena o con gloria. Alcancé a mirarte el asombro en los ojos, la desdicha.
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