Primero era el ordenamiento de los sonidos de tal forma y manera que se produzca una melodía, luego, una pausa, una detención en la carrera que hacía, justamente, que esa melodía creciera en sí misma merced a la ausencia de ella. Entonces graficar esa ausencia de sonido, llamarle silencio y poder dibujarlo en el pentagrama como cualquier otra nota. Del pentagrama a los libros (¿dónde queda Satanás al final en el libro de Job, sino protagonizando un escandaloso silencio?), y de los libros nuevamente a los hombres, por supuesto, en ese orden circular que algunos todavía no pueden captar, los pobres.
Ya entonces a veces yo persistía tan a solas, tan lejos ya de todos, en alguna convicción que no me cuidaba de disfrazar de juicio y prejuicio incluyendo una lisa y soberana sentencia de excomunión inmediata. Los muchos no sabían de qué estaba hablando, los pocos creían que estaba equivocado de cabo a rabo, y los raros me cedían el beneficio de la posible locura. Fue así que varias veces, como lo vaticinara, cuando efectivamente navidad volvió a caer en diciembre, no quedó otra alternativa que aceptar la distancia que impone ese mirar tan solamente con la miopía de lo conocido.
Después, con esas lesiones que te ocurren durante los juegos que no son de equipo y que, extrañamente, siempre terminan siendo los que sirven a tribus enteras, fue que también y de golpe terminé de comprender aquel instinto de la supremacía que engendra la mezcla de la persistencia y la versatilidad no camuflada. Besé, no la mano leprosa de ninguno de mis prójimos, sí todo el suelo que anduvieron sus inútiles experiencias, mas sin bajar ni mis ojos ni cerrar mi corazón. Para poder construir lo que tenía que construir dejé que los demás sigan colocando huecos en medio de nada.
Gabriel García Márquez – El otoño del patriarca
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