Esa era la diferencia que no terminaba no sólo de asimilar, o de entender, y mucho menos de comprender; esa era la diferencia que se negaba a sospechar que existiese: la que separaba a los subnormales de los bien nacidos. Le faltaba poesía, sin duda, pues aunque se censuraba por ello, cada vez que veía una cruz gozaba imaginando a su marido torturado en ella hasta la muerte. Si hubiese leído a Juana o a Alfonsina hubiese pensado en su hijo, antes que en su marido. Pero la poesía no es un terreno para gente que se precie de ser gente.
Después venía el otro imbécil, que de ser imbécil no se cansaba nunca. El tipo de imbécil que conocemos todos, que de chicos nos venden bajo la imagen de «gran señor», y que antes de llegar a eso pasa por «el chico bien». Son los que dejaron el natural estado de pusilánimes con el que nacieron para, esforzadamente, llegar a ser lo que jamás quisieron ser, para ser lo que nadie les obligó a ser, un montón de máscaras y capas olorosas bajo las cuales sólo existe una hedionda falta de discurso propio.
Entonces llegué yo, que ya sabía qué era que la cana te persiga y correr hasta la plaza y ahí dar vuelta la situación y que sean los polis los que corran. Yo, que ya había hecho crujir la mandíbula de un cura, y la moral de más de dos teólogos de cuarta. Yo, que ya sabía de abortos, y de pasar navidades en hospitales públicos sin mi familia. Con esa altura que te da el tener cicatrices en las dos cejas y en los dos antebrazos, le llegué casi sin voz para decirle: no depende de mí quedarme o aburrirme.
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