Al fin llegó el primer día de clases y yo estaba impecable, aunque el uniforme aquel me parecía medio ridículo. El pantalón era de color azul petróleo; la camisa, mangas cortas, de color beige; cinto, medias y mocasines negros. Tampoco estaba muy cómodo porque no le había pillado todavía el truco de ponerle goma a la suela de los zapatos, así que, como en los primeros tiempos de la estancia, andaba caminando sin mucho agarre al suelo, como en puntas de pie. Apenas me había saludado con algunos de los chicos cuando sonó el timbre y nos indicaron que debíamos formar.
Cada curso hacía una columna de dos filas (valga la broma de la expresión) y, como en la escuela, la cosa iba de menor a mayor. Como en la escuela, al ser el de menor estatura quedé nomás al frente de la compañía casi inmediatamente, mientras los demás pibes se iban acomodando. Formamos en el patio, ocupando parte de las canchas de futsal y de voley de tal modo que el edificio de las aulas, de tres pisos, nos quedaba en frente y, detrás, el resto de las canchas, y más atrás, la gradería y la cancha de fútbol de campo.
Yo estaba emocionado, que querés, iba a cantar el himno, tan sagrado, en colegio nuevo, y mironeaba bien quietito los preparativos, preguntándome si cómo sería la cuestión del sonido, si quiénes los que izarían la bandera, cuando como con visión periférica a mi izquierda le veo surgir a Cruz García, uno de los amorfos a quién jamás vi jugar un partido de nada, un tipo por lo menos cabeza y media más alto que yo. Me dice «mirá un poco el tercer piso», y yo, imbécil, levanto la vista para que el cuate me de un nambiro, pero, en la garganta.
No, no se me cruzaron los cables, se tensaron. Cuando bajé mi mirada Cruz García ya había caminado unos pasos, creyendo que yo me quedaría sin reaccionar por temor a alguna sanción. Cuando «me vio», entendió que tenía que correr, y corrió. Yo le seguí y, debo admitir, para ser un amorfo duró mucho, hasta el final de la fila. Me lacé y le tacleé. Cuando estuve sobre él comencé a descargar trompada tras trompada. Algunas acerté a partes de su cara, algunas a su cabeza, algunas a las baldosas de la cancha de futsal, yo no sentía nada, sólo ahogo.
En un momento algo diametral, una fuerza externa me sacó de ahí: Nériur, el Coordinador. 15 minutos después, Cruz García y yo estábamos en la biblioteca, castigados. Volví a casa, del primer día de clases, con una nota que decía que estaba suspendido por tres días, por conducta violenta, y que mis padres debían presentarse para hablar con el puto de mierda ese de Nériur. «Quién bien comienza está a mitad de camino», dicen que dijo alguien. Yo estaba seguro, entonces, que comencé mal. Pero, cuando al día siguiente, en la biblioteca accedí a «Mitología griega y romana», sonreí profundo, «callado».
Photo by Jahanzaib . on Unsplash
Deja una respuesta