El cierre de la «semana de integración» incluyó un campamento de tres días en Itú, a poco más de una hora de la ciudad. Allí me sirvieron, y mucho, los días de campo en la estancia, por el tema de la orientación y de los riesgos a evitar en los cerros. Es que una de las misiones consistió en que cada grupo tenía que salir desde el campamento y llegar —como pueda, sin guías ni nada— hasta la cima del cerro palangana, una vez ahí, dejar señal, bajar y subir hasta la cima del otro cerro que estaba justo en frente.
Los citadinos ignoraban que en el hueco del tronco de ciertos árboles podían encontrarse con un nido de avispas, o que debajo de un montón de piedras podía haber un panal de abejas. Con esto último nos encontramos en un lugar en donde para poder seguir subiendo tuvimos que utilizar una soga, justo al lado de un montículo de piedras del que salía cierto tufillo inconfundible para mí. Escalamos calladitos y todo salió redondo. Pero no faltó el tarado que, para verificar el chisme, arrojó una piedra sobre el montículo haciendo que las abejas se disparen y nosotros corramos cerro arriba.
También hubo fútbol, en donde topeté con Heri, un rubio espigado que de driblar sabía un toco, y con Kasbas, un moreno hũ que era su igual antónimo. Heri era superior, casi de otra liga, y Kasbas tenía lo suyo, aunque le faltaba potencia, hambre. Siempre jugamos en equipos contrarios, y como los tres éramos de bajar hasta el medio campo y desde ahí remar o correr hasta arriba, bien que nos palpamos el lomo. Heri me llegó a dar un codazo, sin querer, y a Kasbas, sin querer, le di un puñetazo en el área cuando me agarró del short.
El padre Lemb’u, que siempre estaba en todas, hacía de árbitro y no cobraba estas faltas porque tenía su propia visión tanto del fútbol, como de cuándo sacar una tarjeta amarilla o una roja directa. Así, si un puñetazo o un codazo podían estar justificados como parte de un juego competitivo, nada justificaba el decir una palabrota. De manera que si por ahí te salía un «¡la puta, andá arriba!«, estando en defensa, esa expresión podría convertirse en un penal en contra. Un «¡¿a quién le marcás, boludo?!, que ya era una agresión directa, te podía costar incluso una tarjeta roja.
Ahora, de lo que terminé dándome cuenta es que había un grupo poblacional aparte, los amorfos. Unos chicos que ni sumaban ni restaban, de los que ni por Cristo iban a entrar a jugar un partido porque no les interesaba en lo más mínimo, aunque se quedaban ahí a un costado mirando la cosa. Algunos de ellos eran decididamente obesos, otros no. Como sea, no eran del taco deportivo, incluso ahí en el arroyo, se quedaban nomás al borde sin meterse del todo, como ancianos prematuros. Era la primera vez que veía este fenómeno y no sabía qué pensar al respecto.
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