La profe de quinto grado, Wanda, solucionó el problema teniéndome upa todo el tiempo, o casi todo el tiempo. Es decir, una vez que terminaba de copiar las lecciones que ella anotaba en el pizarrón, y luego de hacer los ejercicios del momento, iba junto a ella para que me alce upa, o sea, para que me cargue en su regazo. Era dulce como una factura la Wanda, y me dejaba mironear sus carpetas, que no eran pocas. Había una, roja o azul, ahora no recuerdo, pero sí que era plastificada, y en ella llevaba el registro de todos los alumnos.
En esa carpeta estaban las notas de los compañeritos, sus ausencias, sus llegadas tardías, todo. Ella me dijo que lo que estaba ahí no debía decírselo a nadie, y yo le cumplí. No me costó, porque nadie nunca me preguntó y porque tampoco era lo mío el andar contando nada. Lo que sí me cruzó fue ver qué bajas notas tenían los cuates con los que más jugaba en el patio, y qué altas notas tenían las minitas a las que no soportaba, y que tampoco me soportaban. Fue duro y raro enterarme, ese ver en casillas a ganadores y perdidosos.
La cosa rara era que ninguno de los varones me tentaba por lo del upa continuo, y que ninguna de las minas plantee alguna queja. Supongo, ahora, que fue un acuerdo tácito de buena convivencia. Algo así como un comunitario “no digás nada, que se estropea” de todos los bandos, esto, sobre todo, por el lado de las minitas. Del lado de los cuates, ya tenía yo fama de camorrero, de que no me achicaba frente a uno “más grande”, y que puesto a pelear era de los que iban hasta el final; así que tenía su riesgo el buscarme pleito.
Quiero aclarar aquí, ya que estamos, que yo no “me sabía pelear”, pero que no retrocedía y, por esto, mil veces ligué mucho y al pedo, técnicamente hablando, digo. El caso de Cúi, por ejemplo. Era un rubito, dos años mayor que yo, aunque de un grado inferior al mío, y que me pasaba por por lo menos una cabeza. El cuate me buscaba desde hacía tiempo, y una vez, a la salida, pues que me encontró. Se armó el corral, sus compañeros y los míos haciendo una especie de ring en la vereda, y dale ahí el mano a mano.
Yo tenía la idea fija, y fue por eso que ligué como cuatro o cinco trompadas frontales; pero así, ligando, logré hacerme del cuello de su camisa con mi mano izquierda y, cuando por fin lo hice, solté mi derecha con toda el alma. Cayó nomás el rubito. Este gesto sólo se explica si viste las peleas de Bonanza, claro, y yo lo hice. Al día siguiente, y durante varios días más, vi en el patio como recreaban la escena los de los otros grados. Fue mi peor pelea, de lejos, pero la más celebrada, y cómo me sirvió desde entonces.
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