A veces el viejo nos llevaba a Sarah y a mí a los ensayos de la sinfónica, lo cual era toda una fiesta. De movida, para llegar a la sala de ensayos tenías que subir por una escalera enorme -con un descanso en el medio-, y que a mí se me ocurría era una especie de cerro que me encantaba recorrer de arriba a abajo y de abajo a arriba. En el salón, que a mí me parecía era bastante grande, apenas cabían todos los músicos. Quizás un metro, o metro y medio quedaba de espacio entre ellos y las paredes.
Detrás de donde se posicionaba el director había una puerta que comunicaba a lo que sería «la trastienda», es decir, el depósito de la sinfónica. Este depósito estaba a cargo de un tipo flaco y con bigotito, un alguien completamente sin carácter que para Sarah y para mí sencillamente no existía. Ignorándolo por completo, nosotros íbamos a por las partituras, que si bien no eran extraordinariamente divertidas, daban para jugar a que eran documentos que debíamos de robar, puesto que éramos espías. Cuando el flaco no daba más, le avisaba al viejo y este nos mandaba a jugar a la escalera.
No sé si el viejo era realmente ingenuo, o simplemente se hacía el tonto, pero no me cierra que haya sido una creencia suya que Sarah y yo estaríamos dos horas jugando en una escalera. Obviamente, si fuese por mí, me bancaría todo ese tiempo ahí, algo me inventaría con las hormigas o lo que sea, pero Sarah siempre fue mucha Sarah, y para ella el diseño de la obediencia no estaba completamente internalizado. De manera que después de fingir unos minutos que jugábamos a algo, ya estaba yo siguiéndola por los recovecos del edificio, que eran abundantes y muy variados.
El asunto es que se trataba del teatro municipal, es decir, un edificio que ocupaba una manzana entera y, encima, con tres palcos. O sea, eso era el coliseo, más o menos. Escaleras aquí, escaleras allá, pasillos, todo un laberinto que nos llevó tiempo conocerlo y dominarlo. El chiste de las exploraciones estaba en que, y mirá que era jodida la Sarah, pasados unos minutos ordenaba el volver hasta la escalera por si salga el viejo a controlar. El juego más clásico era quién llegaba primero a un determinado lugar en menor tiempo, partiendo desde la escalera y por rumbos diferentes.
En los días anteriores a los conciertos, los ensayos se realizaban en el teatro mismo, cuestión que era un alivio, porque el viejo nos daba luz verde para corretear y no teníamos que estar volviendo hasta la escalera a cada rato. Aparte que con Sarah nos hicimos amigos de don Titi, que era el cuidador del teatro y vivía ahí, en el teatro, y con el que aprendimos un montón de cosas respecto de la boletería, de la cual él estaba a cargo, como también de la cantina. En las noches de concierto, cuando íbamos, con Sarah jugábamos de locales
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