El templo era grande, de repente incluso más grande que el patio de recreo, y a mí me inspiraba respeto. El silencio con el que te recibía, los cuadros del vía crucis, toda la ornamentación sencilla pero majestuosa del altar, y claro, la cajita dorada en donde se guardaba el cáliz, conformaban un todo que me hacía sentir que realmente se trataba de un lugar sagrado, uno de los pocos sitios que de por sí exigía e imponía un comportamiento fuera de cualquier travesura. Es posible que me falle la memoria, pero no recuerdo que haya sido reprendido dentro del templo.
Teníamos misa una vez a la semana, y asistían todos los grados, desde primero hasta sexto. Esto implicaba cierto jolgorio, porque cada grado formaba en el corredor, al lado del aula respectiva, y desde ahí partíamos todos hacia el templo. Entonces daba para macanear un rato, los clásicos empujones, el estirón de pelo, y el infaltable «nambiro» que consiste en dar con la uña del dedo del medio a la oreja de la víctima. Por supuesto, todo esto tenía su gracia, precisamente, por tirar la piedra y esconder la mano. Sin embargo, la cosa era bastante tranquila porque había más control.
Con estas experiencias internalizadas, me cayó bien la noticia de que haríamos el curso de catequesis para hacer la primera comunión, novedad con la que se nos presentó el viejo a Sarah y a mí una tarde, con librito y todo. La cosa iba de leer durante la semana y, los sábados, en un aparte el padre Norión nos tomaba las lecciones y nos explicaba de símbolos y significados. Tenía su fuerza el tema porque recibíamos las instrucciones en una especie de capilla de la parroquia, al pie de un Cristo precioso, tallado en madera y de tamaño natural, una joya.
El librito aquel estaba tan bien armado, tan bien dicho, que realmente a uno le daban ganas de ser un buen niño. Y el padre Norión, un grande, era entre severo y cordial, con un tono de voz muy semejante al del viejo, un tanto grave, y que no desconocía en absoluto aquello de reír con ganas, por lo que las clases eran amenas, divertidas y, cómo decirte, muy otra cosa de todas las demás clases por las que entonces había pasado. El examen final fue tan sólo un trámite, porque «en verdad os digo», con la Sarah dominábamos el tema.
Era el aniversario de bodas de los viejos y orquestaron una ceremonia como si se casaban de nuevo, agregándole el toque de que Sarah y yo, al tiempo, recibiríamos la primera comunión. Normalmente yo me hubiese emputado por aquello de vestirme todo de blanco, pero estaba muy entusiasmado con el tema de recibir a Cristo, y encima también su sangre, así que aunque lo noté, no me molestó lo de la vestimenta. Una hostia y un traguito de vino y vaya, yo me sentí lo más santo que había. No sabía yo lo que costaría permanecer en ese «estado de gracia».
Deja una respuesta