Al lado de casa estaba “el círculo policial”, que era un edificio de dos pisos y un patio enorme con baldosas ásperas en el que se solían hacer fiestas los viernes y sábados, normalmente casamientos y quince años. El primer territorio del círculo que invadí fue la azotea, que a pesar de ser puro piso pelado, con algunos escombros por aquí y por allá, me significaban una suerte de novedad, como también de atalaya exclusiva. A Nam no lo dejaban subir hasta ahí, así que si me seguía era cometiendo falta. Por mi parte, yo ni mencionaba que subía al lugar.
Lo segundo fue lo de conectar con los soldaditos. No me caían bien, para nada, pero, todas las tardes le daban al fútbol, dos contra dos, o tres contra tres, ahí en el patio y haciendo los arcos con algunos ladrillos apilados a tres pasos de distancia. Una vez me dejaron jugar con ellos, y después de la primera ya fue cosa de todas las tardes. Ellos jugaban vestidos sólo con shorts, o sea, descalzos y sin remera. Hermano, a los diez minutos del primer partido comprendí la importancia del desodorante. No te hacés idea, eso era una catinga de cepa.
Yo soportaba el olor por dos razones, uno, porque quería jugar, y dos, porque de algún modo me sentía injustamente superior a ellos, materialmente, digo. Así que para jugar me sacaba los forward, como también la remera. La parte difícil era en el apriete, cuando se daba el cuerpo a cuerpo y te venía esa espalda sudorosa por el pecho. Y la buena era cuando lograbas robar la esfera con un puntín y salirte disparado desde la náusea hacia el gol. Lo mejor, pues que nunca salí lesionado, jamás. Y como no eran blanditos, me sentía un tipo grande y duro.
Había uno que sabía jugar, Melgarejo. Habilidoso el perro ese, me costaba mucho marcarle cuando le tenía de contrario, y nos entendíamos cuando lo tenía de mi lado. No tenía lado fijo, y como era rápido se acomodaba fácil. Es decir, él se acomodaba en el sitio a donde a vos te sería más fácil enviarle la esfera. Y ni siquiera hablaba, simplemente se dejaba ver. Bueno era, ya te digo. Tal, que una vez ellos, los soldaditos, estaban entre tres, y yo llegué para completar. Se decidió que Melgarejo y yo contra los otros dos. Yo sentí que ganaríamos, sabía.
Movimos nosotros. Yo me abrí y recibí, devolví y me volví a abrir, él lo mismo, un baile sin sudor hasta el primer gol, inmediato. Luego otro, y otro más. Los goleamos feo, les rompimos, sin más. Yo me divertí mucho, y tuve la satisfacción de sentirme un igual al momento de cobrar. Sí, porque jugamos por una coca familiar, y uno de los otros dos tuvo que ir a comprarla y traerla. Fue uno de los vasos de gaseosa más ricos de mi vida. Uno de los más fortalecedores, sin duda. Al momento, Henrrieta diciendo “Smarcito, vení ya”. “Sí, abuela”.
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