En algunas muy raras ocasiones nos íbamos a visitar a Jor’erlhs, que vivía lejos, muy lejos, en la villa aeronáutica. Por lo que escuchaba, el viaje duraba una hora, y lo hacíamos en la línea 30, normalmente con Henrrieta, Maggy y Sarah. Eso del viaje me gustaba, porque con todo ese trayecto los paisajes cambiaban bastante, y como me dejaban ir del lado de la ventanilla la cosa era más que mejor. Cuando llegábamos nos identificábamos en la guardia, y luego nos quedaban unos cinco minutos de caminata hasta llegar a la casa, todo en arribada, esa era la parte difícil.
Al llegar, tia Marianne nos recibía sonriente y al momento las mujeres se acomodaban a un lado de la casa, mientras que Jor’erlhs y yo nos disparábamos para el patio. Ahí había un avioncito de metal, que desde la cola hasta la nariz era más largo que yo, y en cuanto a la envergadura de las alas era como yo. Venía incrustado en un soporte, de manera que vos te sentabas al medio, y podías girar. Hermano, eso era sencillamente de otro planeta. Jor’erlhs se ponía en la cola y lo hacía girar, y acordate, el titán ese tenía mucha fuerza.
Aparte de hacerlo girar, que digamos era para entrar en calor, después Jor’erlhs lo empujaba hacia abajo y hacia arriba, que eso lo permitía también el soporte, de manera que a lo mejor para tus ojos el avión se convertía en una especia de toro mecánico, pero para nosotros era que entrábamos en zona de turbulencia, joder, había que tener coraje, viejo. Después me tocaba a mí, pero ahí se descomponía, porque yo no tenía ni la mitad de la fuerza del titán, que vamos, era más grande que yo. De todos modos procuraba lograr alguna turbulencia, aunque acababa derribado yo.
Lo siguiente era jugar con un camión que también era de otro planeta. Era uno de carga, metálico y todo cerrado, cuya puerta trasera se corría de abajo hacia arriba con un mecanismo más allá de la imaginación. La cosa era quién lo hacía correr a mayor velocidad por el corredor, que como era en ele, implicaba una curva cerrada de noventa grados. Era grande el camión, con las dos manos lo hacíamos correr haciendo presión al revés que con una carretilla, de arriba hacia abajo, corriendo como locos y haciendo que esas baldosas rujan, al igual que Marianne y Henrrieta.
Después venía lo mejor, los paseos en bici. Tenía una azul, asiento banana, Jor’erlhs manejaba y yo iba sentado detrás de él. Mierda que tenía fuerza el guacho, recorríamos toda la villa, toda. Atajate, me decía, y nos largábamos por una pendiente asfaltada que encima era en curva y superando la velocidad del 30, o bien desde una suerte de peñasco por su caminito de tierra casi en vertical. Cuando volvíamos, ¿vos creés que lo hacíamos caminando cuesta arriba? Nah, el guacho pedaleaba como si nada. Sólo entonces se nos unía Sarah, y la cosa mutaba a Batman, Robin y Batichica
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