En mi cuadra no había muchos chicos, ni siquiera en la manzana completa, por lo que mi relación con el patio siempre fue muy personal, dado que ningún chico venía a casa. Sin embargo, de pronto comenzó a aparecer un pibe casi de mi edad, que vivía hacia la esquina, hacia Leopardi. Se llamaba Nam, y era, cómo decirte, digamos que peculiar. Más o menos tirando hacia Zurco, pero más raro todavía. El tipo no le daba a las esferas, aunque sí al tema de jugar en la tierra con indios y soldados, y ahí iba del lado de los indios.
Le gustaba mucho aquello de los animalitos, y los recreaba espectacularmente. ¿Viste esos muñequitos de tigres, leones, jirafas, y demás? Bueno, él los imitaba, y en las reyertas entre los indios y los soldaditos, siempre aparecía alguna fiera rugiendo, y ni qué decir los caballos, que relinchaban antes de embestir a los granaderos. Otra de sus rarezas era que cuando corría, el tipo golpeaba sus muslos con las palmas de sus manos, imitando el sonido del galope. Así, cuando se iba a su casa, o del jardín pasábamos al patio, Nam se convertía en un caballo que cuando se detenía bufaba.
La otra cosa eran los pajaritos. Nam era loco por los pajaritos, y me enseñó a cazarlos. Él tenía una jaula cuya puertita se abría deslizándola hacia arriba, así que lo que hacíamos era poner la jaula al medio del patio y colocar por el travesaño de la puertita un hilo largo que llegaba hasta la mesa, esa que siempre andaba de aquí para allá. Luego, colocábamos pan mojado dentro de la jaula y nos poníamos a esperar. Tenía su toque todo aquello, porque iba de esperar, de estarse quieto y en silencio, cosas que a mí me forzaban mucho, mucho.
Las piezas más comunes eran los san franciscos, que liberábamos enseguida. Le seguían las gorrionas, que estas sí las guardábamos y les poníamos nombre. Los difíciles eran los gorriones, que casi nunca entraban, y que si eran jóvenes no nos gustaban mucho, porque no tenían el pecho tan marcadamente negros como lo tenían los más adultos. Ya lo superior era cazar un guyrá hu o un sajoguy, que estos no daban saltitos, sino que caminaban, y eran hasta el triple más grandes que un gorrión adulto. Con todo esto, no pasó mucho tiempo para que Magy me compre una jaula mediana.
En su casa, Nam no tenía el súper patio que yo tenía, y por eso es que pasaba tanto tiempo en el mío, que mirá, no era raro que yo esté haciendo cosas de la escuela y el tipo ahí con el hilo en la mano. O que yo esté viendo tele y él allá, clasificando a los pájaros. Toda esta onda, más bien tranquila, cambió cuando detrás de Nam apareció Xavi, un chico que siendo de mi misma edad, era sobrino de Nam. Para comenzar, Xavi le daba a las esferas, y venía de Ciudad del Este, de otro país.
Fotografía: Razvan Narcis Ticu
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