Una de las particularidades del piano, y quizás la más genial, es que el sonido ya está ahí, al alcance de los dedos, por lo que sólo tenés que apretar. Con el violín no, con ese te apoyás en el arco, que es todo un mambo aparte porque requiere fuerza y flexibilidad, además de que también tenés que apretar las cuerdas con la otra mano en un lugar preciso y que no está marcado, sino que aprendés a ubicar con el oído, los ojos y la práctica -sin contar que todo ocurre de costado, o sea, ni siquiera está en frente-.
Como ya tenía una buena base de teoría y solfeo, fue como entrar ganando, de manera que aquello de encajar los dedos en el tiempo justo se me hizo relativamente sencillo. Ahora, el lado complicado venía por el tema del uso de las manos, y claro, si tantos sonidos podías sacar de un solo instrumento alguna trampa tenía que haber. Y entonces había un libro para la mano derecha, otro para la mano izquierda, y otro más para que usés las dos manos aplicando los anteriores y adicionándole el tema de los silencios, tema que tiene su manera de ser fundamental.
Avanzaba rápido, y de esto no me daba cuenta por lo que estaba tocando, o por cómo tocaba, sino porque cambiaba de libros muy seguidamente, los cuales eran cada vez más jodidos y realmente no los entendía. Los tocaba sin errores, sí, pero no los entendía, no sabía a qué llevaban. Cuando me tocó Hanon, mirá, por poco me gustó, te juro, porque daba como para exigirte, pero, cuando la profe me prohibió correr y que me atenga al tempus de las partituras, terminó rompiéndome las bolas igual. Es decir, por un lado escalas increíbles, por otro, ni el cumpleaños feliz.
Lo otro que me jugaba en contra eran los exámenes. Y sí, las clases eran la profe y yo, ella sentada a mi lado y yo dándole a las teclas. Pero, para rendir y pasar de curso, venían tres o cuatro profes más y la intimidad se iba al carajo, ya sabés, nervios y demás. Aparte que cuando tocaba examen nos íbamos a otra sala más grande, en donde había un piano de cola que sonaba mucho mejor, pero que no era el que ya tenía carpeteado, así que la cosa se complicaba un tanto más. Para mí era una humillación.
Mirá, con lo que yo sabía tocar le podía acompañar fácilmente al viejo con un órgano. Pero no, era una escuela de ejercicios y sólo ejercicios que no te producía ningún tipo de placer, no a mí, al menos. Cuando en una tarde y entrenado por tío Zardas, en una hora pude tocar el Feelings, y el cumpleaños feliz con variaciones, la tuve clara. Al día siguiente fui a lo de la profe y le dije que no iba a continuar más. Me preguntó por qué, y le dije “porque no me gusta lo que toco”. Y así abandoné el piano.
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