Cuando decidí dejar lo del violín resultó en un alivio tanto para el viejo como para mí. Sin embargo, el bichito ya había prendido y yo sentía que me faltaba algo. Así que hablando con el viejo me dijo que podía probar con el piano, y como le dije que dale, que vamos, se movió para conseguirme una profe. Una vieja de doscientos años que tenía cierta fama como pianista, al igual que su hermana, también bicentenaria, pero esta descollaba por la parte de la pintura. El viejo me dijo “va a enseñarte gratis, por amistad, así que no me fallés”.
La primera vez me llevó el viejo, fuimos caminando hasta la casa de la profe, que estaba a una veintena de cuadras, y en cuyo recorrido estaba la avenida quinta. Todas las veces siguientes fui y volví solo. Las clases eran dos veces por semana, y a la hora de la siesta, que es cuando el calorcito no tiene problemas en apretar más. Similar situación traslacional se dio con lo de practicar, puesto que como no teníamos piano, para hacerlo tenía que ir hasta la casa del tío Zardas, que vivía a unas quince cuadras, pero tirando más para el centro.
Me gustaba el tema de la independencia para ir y venir por distancias tan largas sin que nadie me esté haciendo cruzar las esquinas, y con toda esa libertad para pararme a mirar lo que me diese la gana. Aunque también es cierto que me hubiese gustado tener compañía, que es muy diferente caminar con alguien que caminar en solitario. Me parecía que sería más divertido todo aquello si tuviese algún compañero, o si por lo menos Sarah iba y venía conmigo. Pero no había tal compañero, y a Sarah no le interesaba el piano, y menos la onda de caminar.
Practicar era cosa de todos los días, con o sin sol, tenga o no tenga clases en lo de la profe. En la casa de tío Zardas el piano estaba en una sala enorme, y ahí yo le daba a las lecciones con un nivel de ganas a veces muy alto, otras mediocremente, pero le daba siempre, sobre todo porque rondaba por ahí la esposa del tío que, aunque no se metía ni decía nada, yo sentía como que controlaba, y sabía que de algún modo algún comentario le iba a llegar al viejo, así que mejor mantener al piano sonando.
Después de practicar una hora, la tía me preparaba la merienda, que era cocido con leche y una o dos rodajas de pan. Lo disfrutaba como novedad, porque en casa siempre era café con leche, y lo del cocido me entraba por el lado de la variación, y aparte que era bastante rico. Acabada la merienda, tomaba mis libros y me iba para casa, en donde podía de nuevo volver a conectar con el mundo de las esferas, si es que no tocaba clases con la profesora particular de turno. De aquello, lo mejor fue que las partituras perdieron su hermetismo.
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