No quería parecerme al viejo, o hacer lo que él hacía, jamás, en ninguna parte de mi infancia me ocurrió eso. Así que cuando le dije que me enseñe a tocar el violín fue porque quería aprender a tocarlo, es decir, a sacar las músicas que sí, que el viejo era capaz de sacar. Yo estaba envalentonado por lo de la flauta y, secretamente, tímidamente, me guardaba las palabras de la profe de música, me creía alguien con talento. Sabía que le iba a tener que dedicar tiempo, y que con el viejo no se jodía, pero era parte del territorio.
Con “Solfeo de los solfeos” me abollé de frente. Bueno, también a mí se me ocurre que el viejo me iba a dejar tocar el violín a la primera. Todo lo que Sarah me evitó se presentó de golpe, todo. Me tuve que aprender lo teórico de melodía, armonía, ritmo, y toda la grafía del pentagrama de memoria y razonadamente. Luego, solfear. Dios, el día que se repartió paciencia el viejo llegó a la tardecita y le tocó una ampolla, lo que quedó. Parte baja: “así solfean los maricones”, “no, así no, de nuevo”. Pero no me iba a hacer llorar.
Era intimidante, mucho. Agobiante, por demás. Pero yo ya le conocía el carácter, y sabía que no tenía nada contra mí, simplemente era así, más o menos como me había enseñado él mismo cuando me entrenó a asumir las lastimaduras de las esferas; la quieres, la pagas. O sea, quiero dejarte en claro que si seguí no fue por vencerle, o por demostrarle nada al viejo, nada que ver, ni por al lado, yo tenía mi objetivo y a eso iba, simple. Así que cuando por fin me dejó AGARRAR el arco y el violín fue un inigualable “te lo ganaste”.
La sensación de triunfo se acabó a los dos segundos, esa mierda no sonaba. Tan emputante fue la sensación, tan de frustración habrá sido mi cara, que por un minuto el viejo fue amable. Me importó un carajo. Ese coso era el mismo infierno, te juro. Pero no me iba a dejar ganar, que no. Le metí, me aguanté la rabia. El viejo cerró la puerta y me dejó haciendo arco. Yo me decía “sólo son cuatro tiempos, un arco, vamos, de nuevo”. Afuera había ruido, la gente hacía sus cosas, Sarah jugaba. Yo intentaba hacer una redonda y no salía.
Teníamos un reloj despertador, color celeste, con dos campanillas en la parte superior. El viejo lo colocaba sobre un mueble y me dejaba practicando con la frase terrible “una hora”. Todos los días durante una hora yo luchaba contra aquel reloj, intentando colocar el dedo donde debía ser y resultaba que no, tratando de relajar donde había que empujar, empujando donde había que relajar. En ese entonces jamás se lo conté a nadie. Supongo que de algún modo sabía que los resultados contaban más que los intentos, y yo me estaba yendo en puros intentos, que entonces no servían para nada.
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