Los primeros perros que tuvimos con Sarah fueron Manchín y Manchón; pequeños, blancos y con manchas marrones, si no me falla mucho la memoria. Manchín era el de Sarah y Manchón el mío. En teoría Manchón era el más bravo, o eso pretendía yo, pero lo cierto es que ninguno de los dos tenía buen genio, cosa que se evidenciaba al darles de comer. Mirá, pasaba que el uno se metía con el plato del otro terminando los dos a los mordiscos entre ellos, como si en lugar de hermanos fuesen perros desconocidos, o como si les fuera a faltar comida.
Aunque el viejo me llegó a explicar que los perros son así, y que a la hora de comer se vuelven muy sensibles, yo no llegué a entender el comportamiento de los cachorros, e incluso me pareció que al viejo algo le fallaba en el discurso porque allá, en la estancia, igual había varios perros y ninguno daba problemas. Al final, parece que alguien resultó lastimado, no estoy seguro, pero me parece que alguna dentellada ligué yo, que me gustaba el tema de acercarme con la comida, así que la dupla quilombera ligó la tarjeta roja y no se supo más.
Seguramente la directiva estableció que el problema se dio porque fueron dos perros, y que tratándose de uno no habría dramas. De manera que luego de un tiempo apareció un nuevo cachorrito, marrón, de pelo lacio, hocico negro y corbata blanca, un pekinés. A su estilo, Sarah se apropió unilateralmente de Toby, y yo no discutí el asunto de la propiedad porque lo cierto es que no me importaba, que tampoco me iban a prohibir jugar con el animal cuando tocase. Qué decirte, el Toby resultó tener peor carácter que Manchín y Manchón juntos, aunque se tomó un tiempo para demostrarlo.
Cuando llegábamos de la escuela, Toby nos recibía a Sarah y a mí con el típico saltiteo, la movida de cola, y algún ladrido festivo. Ahora, vos podías pasarle la mano devolviéndole la fiesta acariciándolo una, dos veces, pero a la tercera ya te gruñía. Yo me lo carpeteé que era un jodido y cuando jugaba con él le buscaba el lado de fiera que tenía. Con los almohadones del sillón, por ejemplo, le buscaba pelea, y el tipo no dudaba en atacar. Ahí me cuidaba, porque el pekinés no macaneaba, y más de una vez me arrancó piel haciéndome sangrar.
No sé qué habrá pensado aquella vez Toby, pero trajo algo en la boca, algún hueso habrá sido, y se puso a masticar debajo de la mesa donde estábamos almorzando. El viejo movió los pies y el perro le saltó y lo mordió, encima gruñendo y todo. ¡Mierda! Ahí nomás el viejo se sacó el cinto y lo cagó a garrotazos al bicho, casi lo parte. Sarah apenas se aguantó el llanto, y yo aguanté también callado; Toby se rajó rengueando hacia el jardín. Cuando terminamos de almorzar salí apurado a buscarlo, lo encontré en el regazo de Zurko, dejándose acariciar.
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