La parentela, toda, se juntaba en casa, obviamente por el hecho de que Henrrieta ejercía el indiscutible poderío del matriarcado. Ni bien caía la noche iban apareciendo la tía Marianne y la tía Key con sus respectivas proles; el tío Herbert a veces con, a veces sin su gente, que era raro también en esto el cuate, y algunos foráneos que nunca faltaban. Magy y Zurco iban de anfitriones. Aquí, el detalle importante es justamente la localía; Sarah y yo jugábamos de locales, teniendo como máxima autoridad a Henrrieta, de manera que ni Key ni Marianne tenían jurisdicción sobre nuestros quilombos.
Con Jor-Elhs nos rajábamos para la calle, en donde con los otros chicos de la cuadra le dábamos a las estrellitas y a las bombas. Cada tanto entrábamos a la casa para picar algo y, dependiendo de la hora, ligábamos algún sorbo de sidra o de cerveza del tío Herbert, o directo de algún vaso que algún adulto descuidado dejó por ahí, así que para la medianoche, cuando se daba el show de cierre, que consistía en agruparse frente al pesebre unos minutos antes de las doce a arrodillarse y rezar, estábamos más bien en pedo y todos nos parecían ridículos.
En una ocasión, estando en el jardín y por lo aburrido que ya me resultaba el tema de dibujar con estrellitas, comencé a lanzarlas a la calle cuando estaban por terminarse, imaginándome que eran como estrellas fugaces. Enseguida con Jor-Elhs jugamos a quién las hacía llegar hasta la otra vereda. Al rato me percaté que detrás de nosotros estaba la casa, y ahí comenzamos a arrojarlas al techo. Ya sabés como son los machos, quién más alto, quién más lejos, qué tiro sale mejor, etc. Estuvimos un buen rato tirando las estrellitas, hasta que escuchamos los gritos que venían de adentro.
Entramos a ver y la cosa estaba grave, un correteo frenético de baldes de agua y el apartar de sillas y mesas. El pesebre, que se había hecho afuera, se había incendiado. Nadie entendía cómo había pasado, justo porque Jor-Elhs y yo (únicos posibles culpables) estábamos en el jardín. Sin embargo, apagado el incendio, se evidenciaron los restos de alambre de las estrellitas entre las láminas chamuscadas y, como nosotros cantamos lo que habíamos estado haciendo antes, solitos nos sentenciamos. Menos mal que rondaba el espíritu navideño, así que no hubo garroteada, pero sí ese eterno quedarse sentado en un sillón.
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