No creo que ninguna familia permita de buenas a primeras que sus hijos mientan. Y “antes”, el tema de “no mentirás” venía bien marcado, incluso por encima del tema de las malas palabras (este, variaba mucho de familia en familia). “Ahora”, parece que hay una edad en que los niños comienzan a mentir, y entonces ya no hay ni cinto ni agua con jabón en la boca, sino el “hablemos”, o sea, la cosa viene aceptada. Pero yo vengo de un antes en el que si mentías, pimba, de movida uno por la boca y vamos. De lo de “dialogar”, poco.
Digo esto porque me parece que esa vez el error de Kija fue tomarme por mentiroso o, por considerar (o juzgar) que le dije una mentira. El caso es que quien sabe qué macana me habré mandado y terminé castigado en un rincón, de pie y mirando a la pared. Lo desagradable de la cosa era eso de estar de pie e inmóvil, por un lado y, por otro, que no ves nada, salvo la pared, o el piso; lo de las bromas de los “compañeritos”, si sucediera, se resolvería a piñas y listo. Lo difícil era aguantar sin hacer nada.
Supongo que yo estaba en el proceso de resignación, o de asumir que el tiempo es infinito, o anotando en alguna parte de mi cerebro no volver a hacer la macana que no me acuerdo cual fue, cuando mis tripas me jugaron en contra. Me entraron ganas de cagar, así, sin más. Obviamente que me aguanté ahí un rato, pero ya después le dije a Kija que tenía ganas de ir al baño, aunque en vano, porque la profe me dijo que espere hasta el recreo, que entonces podría ir. Yo aguanté lo que pude, retorciéndome un tanto, pero ni modo.
El catabolismo es poderoso, y no hay tu tía, así que me cagué nomás en las patas, literal. No sé si habrá sido el olor, o el sonido rampante y libertario de “la mierda oprimida”, pero lo que sí se acercó Kija y comprobó el estado del condenado. Bueh, yo era la vergüenza carnificada ya en ese momento, calculá lo que fue después. Recuerdo que la seguía, que me llevaba de la mano, que a la secretaría, que una latona, que toalla, que ropa, y yo enmierdado. No me llevó al río pensando que era soltero, a bañarme me llevó, claro.
Me trató dulcemente ahí en el baño, toda maternal ella, aunque el agua estaba fría, y a mí no me bañó nunca nadie que no sea Magy, y eso del pudor. Toda dulzura ella, y mientras me bañaba, me secaba, me vestía, con sus manos suaves, tan cálida y algodonal la Kija, y yo sólo pensaba “puta de mierda”, “puta de mierda”, pero no lo decía, porque por ahí ligaba un bife de nuevo. No hablé durante días, de vergüenza. Obviamente no entendí qué fue lo que pasó, pero me quedó lo del no hablar, y lo de cagar en casa.
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