“Tomen distancia” decía la profe, o bien, “distancia de brazos”, y todos se acomodaban a un brazo de distancia del compañero que tenían delante. Ahora, para que todo sea más ordenado, la fila se hacía por orden de estatura, de menor a mayor. Entonces, los más bajitos al frente y los más altos al fondo. A mí esto me vino genial, porque como era el más petiso, estaba en primera fila y tenía todo el escenario para mí sin nadie que me moleste la visual, aunque bueno, el espectáculo tampoco era algo como para pagar por estar en ese sector VIP.
La hermana directora se posicionaba al centro del escenario, con micrófono y todo, y tras dar un buenos días, daba una señal y una profesora, o una alumna de grado superior hacía funcionar un artefacto para que así comenzara a sonar el himno nacional. A uno de los lados estaba el mástil, y dos alumnos se ocupaban de izar la bandera mientras la hermana directora cantaba el himno acompañada por todo el alumnado. Lo genial era que justo, justito cuando terminaba la música la bandera llegaba a lo más alto; tenía su magia eso, a mí me encantaba seguir ambas secuencias.
Después del tema este, cada grado enfilaba hacia su aula, en orden. Entrar por primera vez al aula de primero fue otra cosa. Mesitas de hierro y fórmica, y no las de madera pintadas con colores de mierda del preescolar. Otro ambiente, otra luz. Entonces reparé en nuestra profe – como En un toque eléctrico -, era de nuevo Kija. No lo entendí, pero lo acepté, aunque recuerdo que sentí que algo no encajaba. Y que se hizo largo el tiempo, y que al sonar el timbre “todo en mí” reaccionó. Ese primer recreo, a solas y libre entre los tantos.
Grande el patio, grande, tendrías que verlo con mis ojos. Apareció entonces Sarah, con unas pibas ahí, por detrás de su hombro, como analizando y diciendo “¿es este?”, y ella con esa sonrisa de “boludo, vos tranquilo que yo manejo el tema”, como rescatándome sin que yo siquiera pudiera enterarme de que estaba perdido, de tan cagado que estaba. Miré a los lados, no había Magy. Me dejé llevar por Sarah, que como una camioneta silverada se abría camino hacia el mostrador de la cantina lleno de alumnos, como si no me llevase tan solo un año y unos pocos meses.
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