A mí no me duele lo que a ti, dices sin hablar, erigiendo la enorme estatura de un dolor tan convencido de sí que no haces más que invitarme a competir. Entonces, después de un segundo infinito en el que internalizo en mi piel las historias que habitan en tus iris, simplemente bajo la mirada, como dándote razón, sabiendo que muy pocas la tuviste, sabiendo que casi siempre nadie la tiene. Sabiendo, como tantas y tantas veces, que a la tara de la lástima no se la vence jamás con argumentos, que ante el mentirse y creerse no queda sino alejarse.
Ya quisiera yo terminar esta misiva, revisarla por arriba a ver si no se me escapó algún error ortográfico, doblar la hoja y guardarla en el sobre para que mañana mismo la despache desde el correo. Pero, ¿acaso habría algo más inútil que ello? Todo es inútil, todo. La asertividad de la piel, la de la lengua, la de la mano captando el velado mensaje de un crepúsculo aún no nacido, de nada valen cuando el puente –laboriosamente construido– se rechaza desde alguna de las orillas. ¿Cómo explicarle al cartero que habrá de llevar una carta que no será leída nunca?
¿Y qué me duele a mí? Yo que sé decir la mirada traviesa de un gorrión cuando se posa sobre el muro de mi patio y me escruta los hombros y las manos, yo que mojé mi camisa con el llanto del niño limosnero en una esquina, que recibí en el rostro el escupo del adolescente que vive en la calle en alguna clase salesiana, yo que le encontré una grieta en el discurso a los doctos de la infamia siendo extranjero y sin mucho por ganar, ¿cómo te diría, en qué idioma te diría lo que a mí me duele?
Yo –y sé que cuando digo «yo» te arremolinas en defensiva– no te diría nunca lo que me duele. Lo que a mí me duele no se dice, se refleja para que sólo lo puedan ver los semejantes. Lo que a mí me duele no se dice ni en un poema grosero ni en una prosa esculpida por el ritmo y una razón aceitada de lógica finita. Lo que a mí me duele nunca fue tema para dramaturgos ni teósofos. Lo que a mí me duele no supera el castillo de lo que a ti te duele porque no es poco.
Algún día –como siempre– mi dolor te hará cantar alegrías, y te hará tener fe en lo que no se puede, aunque jamás te des cuenta que estuve ahí. Algún día, incluso, me explicarás lo que supe casi desde siempre. A lo mejor, y así, captarás cada una de las señales, el beso que absurdamente no se da, la maravilla de una mirada cuando en su detrás luchan por su existencia poderosos abismos. A lo mejor algún día, como ahora, no tenga que decirte lo que a mí me duele y nos venga bien el no tener que hacerlo. Tú, sigue.
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Yraida dice
Bien lograda la absurda comparación del dolor.
Silvio M. Rodríguez C. dice
Gracias, Yraida.