Cuento para atrás y, sin querer, me doy cuenta de que he venido con la cuenta regresiva hace bastante tiempo. La sensación de arribar no es más que la sensación de partir, cuando este arribar es la concreción de una manera de pensar más acabada que la anterior como resultado de un movimiento en espiral que no tiene arriba ni tiene abajo, de imposible derecha o izquierda, pero que gira y que no puede volver jamás sobre el mismo punto, y en un sentido mucho más intenso e inasible que el propuesto por Heráclito, porque aquí cambian el fondo, las orillas.
Sé que miro a los demás, todavía, desde una visión econométrica, como alguna vez los miré desde un punto de vista antropológico. Lo reduzco, el que no pueda, habrá de poder, como pude yo en su momento, por ejercicio de la voluntad. Y quien pueda, ejercerá su poder. Ya si el que pudiendo, decide, sin embargo, no ejercer su poderío, será una cuestión de libre albedrío, con sus correspondientes futuros y presentes, de los que se ocuparán la historia, la gramática de las libélulas, y quién sabe qué Astrólogo venido a menos desde algún reino imponente y prepotente del mundo subliminal.
Ignoro el número preciso de los notables, pero intuyo la grave y ardiente luminosidad del siete en un juego diametral, arriesgado como imposible de evitar, con el cinco –primer bastión de mis pasos firmes a la hora de desprenderme de los otros, de los muchos, y de aferrarme al más enorme de mis egos, el que me permitió cruzar toda mi infancia sin tener que responder a la violencia con un exceso de violencia– para que inevitablemente el tres (7+5=12, 1+2=3), primer símbolo de multiplicidad exija, imponga y, por supuesto, relate, tanto los opuestos como todos sus equilibrios: mi sombra derramada.
Surfeé mejor cuando sentí que también soy lo que desconozco, todo eso que ni siquiera sospecho está en mí, pero a conciencia, si me seguís. Algo en mí se enciende, cuando giro la perilla de la cocina y libero el gas. Algo en mí, sin ser yo consciente, se duerme cuando el guardia del banco me saluda y en sus ojeras veo la infelicidad de una patria, de una nación, de un sistema educativo de mierda. Alguien escribe ahora una música que jamás escucharé, y eso forma parte de mí, y yo soy parte de quien la compone, sin ser consciente.
Es fácil decirlo y criticarlo esto que digo. Y más fácil, todavía, mandarlo al quinto coño. La dificultad de la belleza, o de la fealdad, no está en el objeto, en el sujeto. No existe tal dificultad. El almanaque, la genética, la capa de ozono, cosas así, dictaminan quién se hace apto para ver la belleza, o para ver la fealdad, o para ver ambas cosas, y entonces elegir entre ambas, o descreer de cosas así. Pero ¿cómo integrar a Plotino con Heráclito, para juntar a Wittgenstein, Russel y Moore en un sonido cruel y bondadoso, sin un desprecio enteramente benigno?
Convierte tus lecturas en un libro exitoso
Convierte tus lecturas en un libro exitoso
Deja una respuesta