Una nueva forma de la antigua lucha. Una nueva frontera para la misma ilimitación del siempre. Así, sin mucho aviso, soy un dolor de mí mismo que intenta entender su origen —mezquino, tribal, necesario incluso— sabiendo que el síntoma marca eso que no soy y que creo ser, que defiendo ser después de haberme exigido disfrutar serlo, porque eso que supuestamente soy generó la aceptación, el aplauso, y un montón de labios besadores que, sin embargo, mira, es lo cierto, después del beso más alto no pudieron entregar si no un silencio absurdo, sí el tatareo de alguna cansioncilla demasiado imbécil.
A esta tensión, que enaltece mi resistencia y rejuvenece de indocilidad y precisión mi reactividad, no sería razonando que la podría vencer; ni que habré de superarla. Todo es paciencia en el laberíntico «sendero» que huye de mí por evitar que me apropie de él. Paciencia curtida de crueldad, esculpida con saña, y decorada con abismos que partiendo de la experiencia —los pies descalzos en el piso frío y húmedo, y no en suelo sacro— parieron primero y desvirgaron después una imaginación andrógina de la que apenas hago recurso, porque sé me crezco en lo adverso, dónde se ven los pingos.
Indefectiblemente no ayuda el clima. Tiene que llover hasta que barrios enteros queden inundados y la humedad domine toda la ciudad para que mis músculos se tensen todavía más al límite del límite y la química de las pastillas puedan, en un guiño, recordarme toda la infamia de la industria farmacológica, todo el fraude como todo el prestigio que habita detrás de cual o tal bandera y recuerde, una vez más, lo irrisorio y lo risible de aquella pretensión de que somos un sólo continente, una misma región, un mismo planeta… una misma mierda que si no jode se deja joder.
¿Cómo desclavarme, así, del asco que me provoca eso que soy, eso que entonces soy, y que tiene otro nombre, que se viste de otra manera, y que anda por ahí diciendo imbecilidades, viviendo estupideces y proclamando la santa inocencia de los pederastas mientras condena la ácida actitud de los resentidos que sin errar una sola puta cifra evitan, desde el siempre, ofender el nombre de cualquiera de los dioses? ¿Cómo entonces no admitir, permitir, y empujar hasta todos los extremos esta tortura de tejidos que se rompen y encallecen, para volver a crecer en una espiral que desaprende la piedad?
El más grande —por amor vuelto lava— entonces, en su derretimiento desde abajo me trepa las entrañas llenándome la garganta, los ojos, el silencio de mi boca, con el brillo de una mirada que es Ella protestando sin violencia, callándose eso que le ¿duele, ofende, molesta, perturba? y me vuelve a mí un cariño turbulento, distante y cercano, como una cajetilla de fósforos dispuesta a convertirse en el mejor incendio de la Roma más alta, y que se acomoda ahí, al alcance de sus posibles caprichos, de sus íntimos deseos, de lo que pueda imaginar, mientras por empatía sea sólo suyo.
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