En un vaso de vino, sin demasiados devaneos, puedo ver el reflejo de lo que pudiera dibujar alguien como mi alma. Sin recuerdos, por alguna vez haber sido hecho de futuros, también puedo permitirme mirar hacia donde mi vista todavía no alcanza. Recoger los frutos de los árboles que otros sembraron, sembrar árboles cuyos frutos otros recogerán o, simplemente, no hacer nada. Así las explosiones que livianas anteceden a las que serán mucho más pesadas, el dominio de los calendarios y de las agendas internacionales, el día del obrero y el martes que será desatado el bombardeo. Los ritos y cada ausencia de la luna en los almanaques.
En las hojas que se recogen de las veredas mientras la piel resiente el continuo uso del metal, marcando la cualidad de los oídos en la potencia de lo escuchado, en la esencia de todo lo internalizado, es que nos encontramos con el sillón vacío bajo el techo pulcro, donde estuvo quien ya no está, o con la imagen de quien jamás hubo podido haber estado y que sin embargo logró rozarlo todo con su esencia.
Las últimas posibilidades de entrega se definen con los carteros en su mayoría muertos o heridos, o sumidos en la impotencia por la acción de un profundo y oscurísimo miedo que los hace abrazar sus rodillas mientras, temblando, ni siquiera se atreven a rezar para no llamar la atención de nadie por verbalizar sus más íntimos deseos. Tanto alimento guardado bajo llave, cuyo guardián se ha embriagado vagando por calles rojas, enajenado por reacción a un mundo que no comprende, que no entiende, y en el que está –pareciera ser– tan sólo para sufrir su desesperante soledad, privado y carente de toda posibilidad de acceso a ni siquiera un poco de belleza que le embalsame la vida, llena de momentos en ninguno de los cuales ha encontrado todo aquello que nadie ha tenido jamás la delicadeza de enseñarle podría ser imposible.
Y del otro lado, entre suspiro reglamentario y suspiro poético, y suspiro novelesco, y suspiro teológico y filosófico; entre suspiro y suspiro, en fin, la gigantesca mole de los necesitados –que aunque pareciera “tienen” siempre las manos duras cerradas en puño o extendidas– sigue ahí como prueba cierta de cómo es la mente y sus emociones cuando se trata de ceder o de tomar.
Porque bien puede uno ceder a la melancolía y a la congoja, o puede uno tomar una gota de alegría, o bien o mal, o esto o aquello, y entonces, sin aviso, al mirar atrás, la idea perceptible de que después de todo, cada cual ha realizado una opción, con los medios que tenía, con la formalidad posible y con la incerteza de lo que vendrá y ocurrirá mañana.
Como el paso que se da, y que no es notado, pero que se ha dado. El paso común, sin metafísica; el paso, el primero, el número diez mil quinientos treinta y seis. El acto de dar un paso, simple y enorme, porque es uno el que lo ha dado, aunque la respuesta a la pregunta de “¿quién ha dado ese paso”? no sea ni exacta ni verdadera.
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