Si decimos hombre decimos ser capaz de enamorarse perdidamente de quien podría no corresponderle jamás. Decimos animal capaz de levantar una torre más allá de las posibilidades de su propia comprensión, capaz de presenciar la caída de esta, y capaz de levantar una aun mayor. En hombre está también ángel, dios, demonio, madre, sorpresa y maravilla de lo único en un medio común. Nombrar al hombre es nombrar a un animal que puede querer como ningún otro animal; uno que puede dejar matarse y matar cuando lo que piensa y lo que siente son una misma cosa que se lo exige.
Yo, que vengo jugando a ser un hombre, sé que me he venido quedando cada vez con menos gente alrededor. Como también sé, al igual que los pocos que me rodean y los muchos de los que me he separado, que toda lejanía y que toda cercanía ha sido y es deliberada, como un resultado natural de ciertas aptitudes y ciertas actitudes propias y ajenas puestas en interactuación. Cuando uno se miente haciendo suyo principios ajenos con los que no concuerda absolutamente, más allá de la consecuente hipocresía emocional, tan solamente posterga el ahogamiento usando flotadores por evitar aprender a nadar.
No hay mayores inquietudes, justamente porque al igual que yo, más tarde o más temprano, hay gente que también aprende a verla venir, y entonces sí, tropieza dos veces con la misma piedra, incluso tres o cuatro, pero hasta ahí. Pues hay gente que abandona «el hábito» de ciertos errores, como el de responder a la maledicencia de los carenciados, el de contestar a las provocaciones de los tullidos emocionales habituados a defender las propias desgracias como estandartes ante los cuales ni existen mayores desgracias, ni existen palabras justas de amable consuelo. Hay quienes desestiman, desde su piel humana, cualquier Fénix.
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