La carencia no fue lo que la marcó, sino la postergación, ese podio garantizado, pero no para el primer lugar. Se hizo fuerte después, dura y dócil como el acero más noble y más forjado, pero con ese dolor adentro en su detrás, apenas visible, apenas sensible, apenas perceptible. Por eso, cuando alguien podía disputarle —más allá de que realmente lo hiciese— la atención de quien había definido como sujeto de la suya, montaba en una cólera amarga y espesa. No llegó a comprender que para el odio se necesita tanto o mayor fuerza continua que para el amor.
Comenzó —quizás por un extraño mecanismo de defensa, de ataque, de supervivencia— a inventarse un submundo paralelo excesivamente real, haciendo suyas ofensas completamente ajenas, y enarbolando como propios triunfos absolutamente impropios. Negada un montón de veces —año tras año, episodio tras episodio— esa necesidad del primer lugar, esa frustración originaria se proyectó en una culpa no confesada, en un ‘si no lo tuve es porque no lo merecí, y si no lo merecí la culpa es mía’. Desde ahí, no le quedó más que encarnar la culpa y arrastrarla hasta destrozarse alegremente, para pesadumbre de los que le querían.
Recuerdo esa vez, cuando hacía poco nos conocíamos y todavía sonreía, que le dejé ver la primera letra del que sería mi nombre nuevo. Le escupió encima sin dudar, con esa inmediatez que obedece al miedo, al odio, al asco. Yo miré esa saliva recorrer mi inicial, guardando bien las formas en mi memoria, antes de lavarlo todo y pedirle disculpas y escuchar las suyas. Quise huir, irme lejos, pero me contuve; ya tenía entrenamiento, poco, pero contaba. Me guardé de volver a hablarle, de quererle, de reprocharle alguna cosa. Fui una pieza en su ajedrez. Tocaba jugar fuera del tablero.
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