Real, todo demasiado real y, sobre todo, demasiado burdo. Desde ahí, más allá de la rabia, una vergüenza larga y abrumadora corriendo una maratón que terminaba en una meta en donde esperaba entonces el cansancio. Una vergüenza que consistía en haber creído durante décadas que se entrenaba en lo único, cuando todo lo que se vino haciendo es un vulgar plagio; y ni siquiera de una obra exquisita, alta y talentosa, sino de una obra ordinaria, llena de errores, con un argumento mediocre saturado de lugares comunes y con personajes intrascendentes acomodados mediante un vocabulario compuesto por palabras grises, sin filo.
Descubierto este plagio, este «copiar pegar» que viene ocurriendo desde hace incontables generaciones, ¿cómo entonces no distinguir, por lo menos en un primer momento, entre lo sucio y lo limpio? ¿Cómo no va a ser natural un apartarse, y con algo de asco, de todo ese grupo de bípedos que creímos tan afines, tan hermanados a nuestra misma especie, a nuestro sentir, dentro de eso que creíamos fervientemente era una fraternidad? Sí, lo natural entonces tendría que ser un portazo emocional para tomar distancia, y, desde una suerte de atalaya, quizás, comenzar a tender puentes, con las respectivas condiciones del caso.
Al final del inicio del proceso es posible perdonarse. Sí, encontrar no sólo la indulgencia necesaria como para ver que uno no ha sido el único responsable de tanta caída, de tanta repetición de errores, sino que, por el contrario, ha sido uno, sobre todo, el que ha tenido que ver con la ruptura de toda esa cadena de infelicidades con que le han sujetado los de aquí y los de allá, todos aquellos que decidieron permanecer en el fétido y familiar aroma del dolor. En ese final, reconciliatorio y solitario, uno comienza a encontrar la compañía que inexorablemente fue construyendo.
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