No era la primera vez que Magy me vestía así, bermuda, media fina, mocasines, y una camisa con una solapa al estilo marinero, y no era que a mí me gustara la cosa, pero como sabía que no tenía caso discutir con ella, me ahorraba saliva y por ahí también algún cintarazo. Entiendo que el viejo no intervenía porque no era su campo, digamos que ejercía su autoridad en otro tipo de cuestiones —aunque es cierto que cuando salíamos solos, sin Magy, dejaba que me ponga los trapos que quisiera, por ejemplo pantalón largo, camisa y botín de fútbol, sin problemas—.
Sin embargo, ese vestuario, más acorde para un examen de piano en la casa de la profe Yuli-et, o para una visita ocasional al tío Ducroix, por ejemplo, no se ajustaba demasiado a lo que vestían los chicos de secundaria en su primer día de clases. Tal cual, el desfase nos agarró de golpe a los dos, a Magy y a mí. Los otros pibes, de 13 años en promedio, estaban de vaquero y remera, luciendo el look de adolescente independiente, mientras que yo, con 11 muy recién cumplidos, me encargué de lucir una onda «el marinerito de mamá». Imborrable.
Los primeros minutos, que siempre son los decisivos, transcurrieron más o menos tensos. Muchos ahí se contuvieron de venir a saludarle a la Magy porque, claro, ya eran «grandes» y no los niños que seguían a la famosa conductora de T.V., y muchos se abstuvieron de joderle al «marinerito», porque, justamente, era «el hijo de Magy». Así las cosas, cuando Magy se volvió, dejándome en el patio del colegio, yo no había escuchado ninguna burla, ni ninguna agresión. Y cuando los pibes se percataron, entonces, de que yo estaba ahí en calidad de alumno, no tuvieron idea de qué hacer conmigo.
Hubo un aspecto más que empujó a favor de la buena convivencia, y fue que ese primer día de clases solamente asistieron los alumnos de primer curso de secundaria. Sin los mandamases de los cursos superiores, y con buena parte de los chicos proviniendo de otras escuelas, el clima era claramente pacífico. La cosa, había sido, obedecía a un plan. Ya en el aula nos enteramos de que toda esa semana sería de adaptación, o sea, teníamos todo el colegio solo para nosotros, sin alumnos de primaria, sin alumnos de cursos superiores y sin materias, todo iría de juegos de integración.
Al parecer, no había secretos, es decir, estos tíos, los salesianos, habían pillado el secreto: mantenerte ocupado. No había una cancha de fútbol de salón, había dos, y una de fútbol de campo, aparte había pelotas; no solo había mesas de pimpón, sino que tenían red, igual la cancha de voley, la de basquet y demás. Los sábados, se nos dijo, tendríamos «talleres», o sea, clases de electricidad, mecánica automotriz, encuadernación, dibujo técnico, carpintería, de manera que en los próximos tres años aprenderíamos un oficio. Wow, pensé, no más grupo conejín, ni el regazo de Wanda, ni todas esas cosas.
Hija!!!! Ahora me hiciste recordar que hubo una semana de integración; ya lo había olvidado!! Recuerdo que ese primer día estaba más perdido que…no sé qué…jajajaja
Kore, ese primer día, vamos… pero después Chiqui fue el que empezó a joderme la vida. Impensable. juaaaaaaaaaaaaaasssssssssssssss y vino el campamento!!