El viejo quería que fuera al colegio nacional, en donde él hizo la secundaria. En la esquina de enfrente, la vieja quería meterme con los salesianos. A mí, mero espectador, no me llamó la atención el que se me permitiera serlo —porque, vamos, los viejos a mí me venían con las decisiones tomadas y sin vueltas ni argumentos—, sino el tono del viejo, que era completamente de diálogo, sin una mínima cuota de autoritarismo. Eso me descolocó completamente, tanto, que inevitablemente comencé a sentir miedo. Un miedo básico, sin sentido. Un miedo que no sabía por qué sentía, pero estaba ahí.
Según sabía, el viejo hizo sus primeras armas de fútbol en el colegio nacional, y como el cuate era un jodido de mierda, yo había asumido que en el colegio ese todo era a piñas y que sólo los muy rudos la pasaban bien. Ahora, como el viejo en ningún momento le bajó un «va a ir al nacional y punto«, como era su estilo, yo entendí que los salesianos podían ser tan hijos de puta como los monos del nacional, y que esta era la razón por la cual el viejo no rechazaba de plano la propuesta de la vieja.
Por otra parte, la vieja tampoco era una blandita, era igual o más fiera que abuela cuando se ponía en modo demonio, así que desde mi pensamiento todo indicaba que en los próximos años la historia iría de las tradicionales peleas, de la ley del macho más duro. La verdad que este panorama no sólo no me gustaba, sino que me daba miedo del bueno. Yo era violento, pero por adaptación, no por placer. Y, si bien sabía defenderme, no me atraía la idea de ir a un lugar en donde seguramente sería golpeado gratis como parte del guión de siempre.
El verano, así, con esos miedos, se tornó espeso. Menos mal el fútbol, menos mal, y la estancia de paíno, sí. Pelota y campo hicieron que todo sea cierto como también pasajero. Pensaba en lo que sería la secundaria y se me apretaba el estómago, pero al colocar la zurda sobre el estribo y agarrarme de las crines del moro para montar, al apoyarme en mi diestra para sacar un remate al arco, se me olvidaba todo eso del nacional y los salesianos y era auténtica y tranquilamente feliz por un montón de tiempo. Pero de pronto me sentí muy cansado.
Tenía 10 años, siete de los cuales, en parte, los pasé en aulas por decisión de mi vieja, por lo que no me sobresalté al momento en el que me dijeron, ambos los dos, viejo y vieja, que haría el colegio con los salesianos. Puse buena cara a pesar del miedo emergente —mientras pensaba en hablar del tema con Sarah, que ya tenía su cancha con las monjas—, y todo en mí fue callarme. Supe que iban a pegarme, si yo no pegaba me iban a pegar. Hay cosas que uno sabe sin necesidad de ser adulto ni de pagar adivinos.
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