Llegar a cuarto grado implicaba que se podía usar birome (ya sé que es bolígrafo, pero le decíamos birome, qué querés), y aunque yo suponía que el birome se resbalaba de balde y que sería complicado manejarlo, al final resultó que era sencillito, aunque no había vuelta atrás cuando errabas, a diferencia del lápiz de papel. En quinto grado la novedad fue el tema de los trabajos en grupo, cosa que de repente pudo haber sido divertida de no ser por el encare que asumió la profe Wanda. Una vez más la situación de minoría de los varones jugó en contra.
Como éramos pocos, a la hora de armar los grupos íbamos prácticamente un varón por grupo y el resto todas mujeres. A mí la cosa no me llamó particularmente la atención, o sea, digamos que no la rechacé de plano, pero cuando comenzó la interactuación se me complicó. Nos habían dado un tema, así que sería buscar información en el manual o en algún libro de la biblioteca, armarlo y listo. La dificultad, sin duda, sería qué poner y qué no, aparte de resumir, porque luego íbamos a tener que exponerlo de forma oral, que tampoco se trataba de copiarlo todo.
En esto venía pensando cuando me uní al grupo, y ahí me sorprendió que lo primero que comenzó a discutirse fue el nombre del grupo, porque claro, tenía que tener un nombre. Me pareció que estaban locas, pero me callé y las dejé hacer. Al final, bautizaron al grupo con el nombre de “Conejín”; aparte de locas, estúpidas, para mí estaba claro. Sin embargo, para no ser de nuevo el problemático, y como ya tenía varias tarjetas amarillas acumuladas, yo ni mu, aunque me jodía y no poco ese nombre. Pero la cosa no terminó ahí, ellas fueron a por más.
No contentas con el nombrecito aquel, decidieron que había de hacerse una suerte de escarapela, una insignia, para llevarla en el pecho. En la práctica, querían recortar una cartulina con forma de cara de conejo, ponerle ojos, bigotes, boca, y escribir sobre eso Conejín y el nombre de cada uno. Ahí ya abrí la boca, y para decir que no me iba a poner “esa mierda”. Entonces, claro, el cómo iba a hablar así, y todo el mambo. La que iba de presidenta me siguió insistiendo tanto que terminé diciéndole que tenía el culo más negro y sucio que su abuela.
Comenzó a llorar horriblemente, y bueno, de vuelta me enviaron a la Dirección, junto con ella. En el interrogatorio, la Hermana Directora escuchó primero la versión de la compañerita, que fue verbalizada entre hipeos y lágrimas, y en la que fui acusado de decir “malas palabras”. Cuando la Autoridad me preguntó «¿Qué le dijiste?», sinceramente te digo, sentí el poder. Contesté pausadamente un: “le dije que tenía el culo más negro y sucio que su abuela”. La piba rompió en llanto de vuelta, mal. Agregué: cuando deje de llorar que le diga por qué. La pagué, pero comencé a perder miedo.
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