En la estancia (así le decíamos) la actividad comenzaba más temprano de lo habitual, un poquito antes del amanecer, en ese momento que cabe en la expresión “oscuro todavía”. Yo me despertaba al sentir el movimiento de padrino y madrina, que arrancaban el día sin hacer barullo, más bien evitando hacer ruido, pero el susurrar entre ellos, el sonido de las zapatillas del tío Niftí acomodándose a sus pies, y el del jarro de metal vuelto a colocar en el plato sobre el cántaro de agua, me servían como un despertador suave, y como indicador de que la jornada estaba empezando.
Lo primero era el mate, que se tomaba en la esquina de uno de los corredores que rodeaban toda la casa, normalmente en la cabecera posterior, por donde se veía la salida del sol. Mientras clareaba, aparecía don Jasón e intercambiaba palabras con el tío Niftí, dando parte de tal o cual cosa, recibiendo instrucciones sobre tal o cual otra. Abajo, en el llano, se veía a los animales que iban en fila, ordenaditos, directo para el arroyo a beber agua. “Lo primero que hacen es tomar agua”, decía padrino, de ahí que arrancábamos el día bebiendo un vaso de agua.
Mientras nosotros estábamos con el mate, ña Raimunda y parte de su prole estaban en el corral ordeñando a las lecheras, que era otra ciencia. Ahí, en el ordeñe, estaba prohibido el tema del alboroto; sí se podía hablar, incluso reírse, pero el quilombo estaba prohibido. La que ordeñaba era ña Raimunda, y la leche, caliente, olorosa, caía en una olla grandota, de la que Vitorio y demás se servían un poco con un jarro. Acabado el ordeñe se soltaban a los mamones, que se pegaban con furia a las tetas de sus viejas, entre enojados y famélicos, como reclamando casi.
Haciendo gala de su descomunal fuerza, la que llevaba la olla hasta el galpón era ña Raimunda. Ya en el galpón, parte de la leche la volcaba en otro recipiente, lo llevaba hasta la casa y se lo entregaba a madrina, quien la ponía a hervir para luego servirla sobre la mesa del comedor y avisar que ya estaba el desayuno. Entonces dejábamos el mate y nos íbamos hasta la mesa, donde podías mezclar la leche con café o con cocido, y acompañar con coquito o con palito. Convenía cargar bien el tanque porque hasta el almuerzo no volvías a comer.
Cuando terminábamos de desayunar el sol ya estaba alto, y parecía que ya había pasado mucho tiempo desde que te despertaste, pero el pasto todavía estaba mojado por el rocío y no habían soltado aún a los animales. Soltar a los animales era la diversión inicial (que venía en modo vaca, modo oveja y modo cabra) y la principal dificultad, para mí al menos, era que el Fordward no tenía agarre con el pasto, de manera que correr hasta el corral implicaba caerse un par de veces, mínimo. Esta dificultad, o más bien limitación, después la resolvería padrino con una frase.
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