La primera y la segunda vez se dieron en vacaciones de verano y fuimos todos, Magy, el viejo, Sarah y yo. Creo que para la tercera ya me dejaron ir solo por una suma de factores, primero porque las veces anteriores no había cometido errores notables, segundo porque iba madrina (la tía Kej), y con ella no se jodía, y finalmente porque padrino (el gran tío Niftí), tenía la habilidad de transmitir una alegre serenidad fuera la situación que fuera. De manera que contando con unos siete años me largué para el campo, destetado de madre, agua potable y luz eléctrica.
Después de unas horas de viaje en ruta entrabas al camino de tierra, y ahí la diversión era bajarte a abrir los portones que por el camino separaban los diferentes campos. Tras el último portón sentías que la senda se iba empinando, curvas a la derecha, a la izquierda, hasta que al final llegabas al casco, a la casa. Y ahí la maravilla, porque al llegar te dabas cuenta de que la casa estaba en la cima de un cerro, que a un lado (o en frente) tenía otro cerro más alto aún, y como pegado a este, otro más bajito.
A cincuenta metros de la casa estaba el galpón, donde vivía el capataz, su esposa, y una decena de hijos, que siempre nos recibían con esa cara de novedad de “mirá quien viene”. Tras bajar de la combi, “¡orden es progreso!” gritaba padrino, largaba unos cuantos pistoletazos y se mandaba unas carcajadas. Entonces descargábamos los víveres y algunos enseres de la camioneta hasta que madrina lo tenía todo a mano. Luego, yo acomodaba el bolsón con mi ropa en algún lugar, elegía y preparaba el catre que iba a usar y listo, libre. Rajaba al galpón a juntarme con la peonada.
Vitorio era el mayor de los hermanos varones, unos cuantos años mayor que yo, pero no muchos, y era el que siempre estaba a cargo, el capitán de cuadro, digamos; siempre jugaba de tranquilo, como los habituados a tener la responsabilidad encima. Francisco era como de mi edad, más bien loco y algo rezongón, y era con quien más me llevaba. Después venían Valentín, un par de años menor que yo, y Juancito, que por entonces apenas se ponía en pie y del galpón casi no salía. Luego estaban las mujeres, muchas, de toda edad, y a las que no peloteaba.
Los ingenieros de tamaña prole eran ña Raimunda y don Jasón. Ella, espigada, morena, de voz suave y cantarina, siempre con un cigarro en la boca; él, más bien cobrizo, panzón como un tonelito y para nada alto, con aire tirando más a indescifrable antes que a rudo. Aunque yo no masticaba el guaraní, ni ellos el español, igual nos entendíamos, apoyados de repente por gestos y, a lo mejor inconscientemente, aguzando los sentidos sobre el tono, las miradas, y todas las señales que uno y otro dan cuando dicen. Aparte que hablar, no se hablaba mucho, hacer era el tema.
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