Flaco y alto, para empezar, y blanco como la leche, para continuar, no era un negrito chavi’í, por lo que de movida se descuenta que transitaba tranquilo con la aprobación de Henrrieta, que además era su madre y lo dejaba jugar en el patio con su fusil (de repetición, ametralladora). La verdad es que el fusil era un palo de escoba sin escobilla, tan, tan gastado ya, que era extremadamente suave, de un tono tirando al rosado, por lo que deduzco que en su principio (en los albores de algún tiempo), habrá sido de esos pintados en tirabuzones rojos y naranjas.
Zurco era el hermano de Magy, y se llevaban poco tiempo entre los dos, así que calculá su edad para andar jugando con el palo ese. Claro que no se ponía a correr con el fusil, ni se escondía detrás de los aguacates o de los mangos, ni hacía trincheras, no. De repente se paraba, posicionaba el fusil al pecho, apuntaba y comenzaba a disparar. Reproducía con su boca una especie de metralla, y parecía que incontables enemigos iban cayendo ante el fuego durante segundos de masacre. Una vez acabado el exterminio bajaba el palo, el fusil, digo, y se perdía.
Como Zurco gozaba de esa característica que tienen los notables, es decir, era un auténtico distraído, no faltaban veces en las que el palo desaparecía y justo cuando él quería disparar. No era raro entonces, se comprenderá, escuchar que Henrrieta verbalizara un “ayudale a encontrar su palo a tu tío”, mientras Zurco, ya correctamente posicionado frente al inminente ataque clamaba el “¡tráiganme mi palo!”. Yo no me hacía problema con el tema de encontrar el palo, porque en el fondo también quería que todos esos invasores caigan antes que crucen el territorio, o algo así. Aparte que después venía el festejo.
Había ocasiones en las que los invasores eran o demasiados, o casi inmunes a las metrallas, por lo que las descargas se extendían durante muchos segundos. Una vez liquidados los atacantes, la victoria era celebrada con una especie de rarísimo batir de palmas. O sea, Zurco ponía sus manos como cuando uno dice Amén, pero apuntando para el frente, y separando y entrechocando los dedos de cada palma al tiempo que entonaba una canción en quién sabe qué idioma. Más color le daba al asunto el hecho, para nada excepcional, de que andaba siempre ataviado con una sábana, como los romanos.
Le caía bien, eso se siente, y él a mí. A veces me saludaba diciendo “Salve, guerrero inmarcesible de la estepa oscura”, saludo del que yo sólo entendía guerrero y oscura, pero me sonaba grandote, y me bastaba como para entrar, o hacerme de la idea del mundo que él concebía. Un mundo que incluía una carpeta roja llena de hojas sueltas, garabateadas, y también mecanografiadas, que llevaba al fondo del patio y sobre la que estaba por horas mientras yo jugaba con mis esferas. Cuando una tarde le pregunté de qué se trataba la carpeta me contestó: “son poemas, guerrero”.
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