Era una de esas tardes en las que el calor no apretaba demasiado, por lo que fuimos a la placita J. C. Franco, ahí cerca del Sale, a donde normalmente íbamos en días así. Tras el tradicional reconocimiento del terreno, con su variedad de sombras, pastos, arenas y pobrísimos juegos, nos pusimos a buscar semillas para nuestra colección. Una vez que nos cansamos del tema de las semillas (no te creas, eran monedas de oro), fuimos a por los sube y baja. V2 en un extremo, sentada y aferrada al manubrio semidestartalado, y yo en el otro, de pie y haciendo fuerza con las manos para subirla y hacerla descender suave y cadenciosamente, pensando dentro mío “buen ejercicio para los brazos, flojazo”.
A unos pocos metros estaban las hamacas y, sobre de una de ellas, acababa de instalarse un pibe como de la edad de V2, o por lo menos de su estatura, porque ya sentado estaba lejos de alcanzar el suelo. Le bajé una “visión periférica” buscando a su posible progenitora o niñera, y cacé una posible candidata en la vereda hablando con un cuate. El pibe hizo unos movimientos como queriendo hamacarse, pero más bien pareció un animalito queriendo soltarse, es decir, ni idea de que lograse su objetivo. Entonces habló
– Mami –dijo, mientras continuaba sus convulsiones-.
– Mamiiii – insistió, esta segunda vez ya torciendo su cuello buscando a Mami, y con un tono de voz más fuerte y perentorio. Entretanto, Mami seguía hablando con el cuate, y yo seguía ejercitando mis brazos.
– ¡Maaaamiiii!!! – reclamó por tercera vez, ya enfadado y deteniendo sus convulsos intentos por hamacarse, con tono de malcriado de mierda, o de maricón de mierda se diría, si no hubieses escuchado los dos llamados anteriores.
Y entonces Mami corta la conversación con el cuate, lo mira y verbaliza un
– ¿¡Pero qué lo que querés!? –Así, emputada la mina, que caracúlica, al final va y lo hamaca al pibe.
Nosotros seguimos con lo nuestro. Que también las hamacas, que el escalador, que el tobogán y toda la onda, hasta que llegó el momento de volver, que coincidió con el que Mami decidió hacer lo mismo. De nuevo Mami estaba en la vereda, pero ya sin el cuate, y el pibe, esta vez, estaba jugando con la arena.
– Pedrito, vamos ya. –le llamó. El pibe, en su mundo.
– ¡Pedritooo, ya tenemos que irnos! –insistió Mami una segunda vez, elevando el tono. Pero el pibe, onda Beethoven, no se enteraba.
– ¡¡Pedrito, te digo!! – ahí ya el grito, claro, diáfano, estridente, indiscutible, como la respuesta de Pedrito.
– ¡!Quéee!!
Por un lado satisfecho, y por otro emputado, le dije a V2, “vamos, mi amor”, y nos fuimos.
Tras dejarle en el departamento a V2, acomodado en el micro, venía pensando en las veces que me sentí fatal cuando desde un principio le decía “vos sos mongólica ¿sí o no?”, y me decía “no”, “y entonces, ¿te tengo que decir las cosas dos veces?”, y me respondía “no, papi”. Así también, esté lo que esté haciendo, bastaba un “papi…” para que al tiro yo lo deje todo y al menos, al menos, digo, le responda un “sí, decime”.
El quid pro quo, la reciprocidad, es una base, tan solo una base. No podés, como Mami, pretender que te respondan a la primera, cuando vos respondés a la tercera. Y vos fijate, miralo de lejos, en tu casa, en tu trabajo, en tu colegio, en tu grupo de amigos, en tu cofradía de lo que sea, vos mirá y analiza la velocidad de respuesta a diferentes niveles, desde el “che, fulano…” y a ver cuánto le lleva mirarte, hasta el “leé esta carta y contame qué opinás” a ver cuánto le lleva hacerlo, o “mirá este vídeo, y decime” a ver cuánto se tarda.
Deja una respuesta