Yo tenía 18 años cuando ya tenía en mi haber tres accidentes de tránsito, y todos por exceso de velocidad. Así que si algo he aprendido es a manejar con prudencia cuando voy a más de 200 en la ruta, y a meterme un montón de cubitos de hielo en las venas cuando toca manejar en la ciudad con un tráfico del demonio. Por el contrario, y supongo que porque, justamente, nunca chocó contra nada ni contra nadie, la rubia tiene la insana —aunque vulgar— costumbre de afrontar el tráfico a las puteadas. «¡Llama tenías que ser!«, suele decir a diario.
Ahora, así como te dan ganas de bostezar cuando el de enfrente lo hace, o como cuando te mueve a reír el de enfrente si se ríe, así también cuando el que está a tu lado se agobia te lo transmite. De manera que cuando la rubia maneja y yo voy a su lado la cosa tiende a ser cansadora, porque claro, uno intenta encerrarse en su celular, leyendo o escribiendo tuits, por ejemplo, pero uno también quiere ver si va o no a chocar, o por lo menos el rostro del conductor al que habrá que enfrentarlo con algunos gestos.
En uno de esos roces de no cedo y yo tampoco, entre frenada y bocinazo la rubia se cabrea contra otra conductora en pleno microcentro. Dónde quedó la cortesía, me digo yo en silencio, y a voluntad libero un chorrito de adrenalina. Como la contrincante de la rubia quedó a mi lado, y ambos estábamos con la ventanilla abajo, le suelto un «por el culo, ¿cuándo fue la última vez que te dieron, pedazo de puta jubilada? Por qué no te sentás sobre la palanca….» pero ya la rubia me levantó la ventanilla y la bloqueó. Así que vuelvo al celular.
La última fue la más simpática. Nuevamente se armó el no cedo y yo tampoco en una esquina en donde la rubia, viniendo por el carril derecho, quería girar a la derecha. El micrero que venía por el carril izquierdo tenía las mismas intenciones de girar hacia la derecha, de manera que le avasalla la huella y, como la rubia no frenó, se produjo el roce de metales, literal. Por mi parte, realmente aburrido, me permití dudar un momento, mientras la rubia vociferaba refiriendo diversas posibles herencias genéticas del micrero, que por su lado había quedado varado justo enfrente de nosotros.
Me bajo. Me digo «este va a saber lo que yo siento por mi zurda», pensando en quebrarle la rodilla izquierda. De un talonazo rompo el faro trasero derecho del micro, y espero. El cuate, en lugar de bajarse, avanza unos metros; yo camino y de otro talonazo le rompo el faro trasero izquierdo. Por delante los autos avanzan así que el micrero «fuye». Vuelvo al auto sin saber si el metatarso o el empeine de mi pie izquierdo fue el que más se quedó con las ganas de hacer contacto. Me siento y vuelvo al celular. Ella no dice nada.
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