Ecos de un silencio en armas
En las sombras difusas de su sala, Andrea se desploma en el sofá, el cristal en su mano destella brevemente bajo la luz mortecina que escapa del exterior. Es corredor de bolsa, un malabarista de cifras y destinos que, desde sus 16 años, cuando las puertas de un banco se abrieron como un presagio, ha estado comprando y vendiendo dinero. Esta noche, con un Glenfiddich de 18 años ardiendo suavemente en su garganta, reflexiona sobre la semana que ha terminado. Fue una semana dura, sí, pero irremediablemente buena, llena de esos pequeños triunfos que se saborean en la quietud de la noche. Solo en esa vasta sala, cada sorbo parece un pacto con sus propios demonios y deseos, un momento robado al tiempo que siempre está en deuda.
Andrea se inclina hacia atrás, el eco de su respiración se entremezcla con el recuerdo de las palabras de Julio Cortázar, su escritor predilecto, aquellas que describían a alguien como “la malcontenta”. Sonríe, un gesto melancólico que barre el contorno de sus labios, porque él, a diferencia de aquel personaje, se siente contento, bien contento, aunque no completo. En el humo del whisky, la imagen de Kidman surge nítida y dolorosa. Kidman, su compañera en la danza de la pasión y el desenfreno, quien después de años de una intimidad fervorosa, se desvaneció en las garras de un cáncer implacablemente agresivo. La ausencia de ella es una sombra que no se disipa, un vacío que no llenan ni el éxito ni el alcohol.
Andrea traza con su dedo una línea sobre la superficie húmeda del vaso, recordando aquellos meses de encierro en una cárcel de un país sudamericano. Pese a la dureza de los barrotes y la rigidez de las horas, su estatura mental, ese don que siempre le había distinguido, le permitió navegar por aquel periodo sin sufrimiento excesivo. Había adoptado una conducta fría e impersonal, una armadura necesaria en un lugar donde la vulnerabilidad podía convertirse en un peligro letal. Aunque por dentro ardía un fuego indomable de pasión y sentimiento, en el exterior se mostraba inquebrantable, un espejismo de desapego que lo mantuvo a salvo en la adversidad. Este contraste entre su intensidad interna y su exterior imperturbable era un juego de supervivencia, una paradoja que lo había definido incluso en los rincones más oscuros del mundo.
Mientras el whisky se desliza suavemente por su garganta, Andrea deja vagar su mente hacia Eunice, su entrenadora personal emocional. Con ella había explorado territorios de su psique que ni siquiera sabía que existían, y por momentos, la idea de entrelazar más que palabras le resulta tentadora. Imagina el teclear de un mensaje, la posibilidad de invitarla a algo más que sesiones de introspección, a compartir algo más íntimo, más humano. Sin embargo, casi tan rápido como la idea surge, la descarta. “Al final, todas están locas,” susurra entre dientes, con una mezcla de ironía y pesar. En su voz resuena una risa breve, una defensa contra la posibilidad del deseo, y se convence una vez más de que la complicación de los lazos humanos es un juego que ya no está dispuesto a jugar tan libremente.
Andrea toma su Glock 25 .380, el metal frío y firme bajo su tacto seguro. La sostiene, apunta primero a la ventana, luego, con un movimiento lento, hacia su propia sien. “Podría ser tan fácil,” piensa, mientras el eco de esa posibilidad oscila en el aire cargado de la sala. La idea del suicidio nunca le ha sido del todo ajena; siempre rondando en la penumbra de sus pensamientos más sombríos. Sin embargo, algo dentro de él se resiste, una chispa tenaz de vida que aún no está dispuesta a extinguirse. Se levanta, camina hacia el piano con pasos que resuenan con determinación. Acomoda las partituras y sus dedos encuentran las teclas, comenzando a tocar el concierto para piano en la menor, op. 7 de Clara Wieck. Las notas se elevan, llenando la sala, evocadoras y poderosas. Lagrimea, sí, pero no está triste; es una emoción más compleja, un entrelazado de melancolía y belleza, de pérdida y redención, resonando en cada nota que toca.
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