Diario 7
Sobrevenía, cada tanto, a cada espacio no recorrido y a cada presentimiento postergado, como los primeros sueños conscientes, esos que son más de lucha que de batalla férrea. Y se instalaba, o se instalaban –porque a veces eran varios–, al menos un rato, para recordarle a lo que le quedaba de corazón que a veces bastaba un gesto para remover aquella edificación de cimiento demasiado bien forjado, pero de finalidad todavía demasiado incierta como para hacerle juego a sus raíces jamás inertes.
Le cedía el paso, y dejaba que llegue, o que lleguen, como podía, o como podían, con la atención puesta en la nostalgia, porque a ella no debía dársele permiso nunca, por un ordenamiento físico, consecuente al deseo pretérito de lograr un semi estado mental en donde el respirar fuese la moneda común con la que sólo cosas comunes podrían comprarse o venderse.
Nada entonces podía volcarse, invertirse, dado que tanto el abajo como el arriba persistían pero desde un mismo plano regido por la indiferencia más exquisita, a través de una pasionalidad que iniciaba por incluirlo todo y que terminaba por excluirse a sí misma, por un roce ya de indolencia de la que sólo sería posible intentar su salvamento por una espalda tendida o una boca entreabierta –rota o no–, pero sin huellas, como las uñas que jamás conocieron el pegajoso beso de tintura alguna, y que sin embargo hicieron suyas la coloridad del brillo propio, por capacidad de reflejo desarrollada a partir de su propia íntima naturaleza aceptada, antes que negada, y verdaderamente potenciada, mucho antes que sujeta a una condición de perfectibilidad puramente conceptual.
El grito jamás se escucha, porque no tiene acceso el escándalo, y el murmullo, por el peso mismo de su negada aunque real consistencia, pierde en habilidad para el movimiento de saltos cualitativos tan imprescindibles en esas circunstancias en las que lo cambios del curso de acción son la constante opuesta a la constante de eternidad inexpandible. Por lo que en sí no nacía, sino que ya estaba el mismo final, puesto al descubierto por el irreprimible suceso del tiempo, que sabia y tiránicamente le hacía honor a la memoria poblada de deshonras aprendidas y asimiladas durante la inconsciencia tranquila, que tiende a permanecer e incluso a hacerse fuerte a cada intento pragmático del instinto por seguir con lo equívoco de cada raza destinada a lo mismo por cada nunca del siempre.
Hay que cebarle el mate, mojarle el pelo con la lluvia suave de comprensión que en su ciudad buscaba para gritarle cosas cada vez que la encontraba; y acercarle las zapatillas, o los zapatos, la camisa y el peine, y cualquier cosa que sin querer quería, que sin pedir clamaba, con su sonrisa que no escondía, sino que exponía desesperadamente la historia más transparente posible, la de su cotidiano luto por no poder ya necesitar de la necesidad ajena de significar aunque sea una pequeña hostería cálida en un punto del camino de su travesía cubierta de prescindencia, envuelta de distancia, y enroscada en un ofrecimiento atroz del que nadie querría salir ileso.
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